14 de agosto. Media tarde. Un sol que raja la tierra. Apenas sopla el viento, que igual se las arregla para levantar polvareda. El aire no circula en el cuerpo y todo transcurre lentamente a 3.500 metros sobre el nivel del mar. Para cuando el oxígeno llegó al cerebro, uno ya está abombado y con la cabeza a punto de estallar.
Es el soroche, o mal de altura, apunamiento, y para eso, nada mejor que mascar coca. Coquita, como le dicen cariñosamente por acá a la hoja milenaria, y que por suerte abunda en estas tierras. Como también abundan los viejos ritos y costumbres, en un lugar que parece detenido en el tiempo.
El lugar se llama Casabindo. Es un caserío de adobe perdido en la inmensidad de la Puna jujeña, y está desierto. Es que Casabindo es desierto. Aunque apenas un día después, el 15 de agosto, habrá más de 5 mil personas pululando por aquí, en este pueblo del departamento de Cochinoca, en Jujuy, a 220 km de San Salvador.
Es el día de la Virgen de la Asunción, patrona de este paraje indómito por donde pasaba el Camino del Inca rumbo a Chile, donde los españoles finalmente no se afincaron por lo adverso del clima y la geografía, pero donde dejaron marcada su huella colonizadora.
Un lugar que no pudieron domar y que abandonaron a la buena de Dios, dejando una iglesia de proporciones desmedidas respecto del tamaño del pueblo, conocida como la "Catedral de la Puna".
Pero el hecho más relevante, en esta fecha en la que Casabindo existe para el resto del mundo, ocurre alrededor de este santuario, en la plaza Pedro Quipildor. Devotos, escépticos y turistas de todas las latitudes se amontonan aquí para ser testigos del Toreo de la Vincha, una incruenta corrida de toros con una emotiva carga de fe.
Es una muestra inequívoca de lo que es el sincretismo en el mundo andino. Las más profundas creencias cristianas se entreveran con los ritos que sobrevivieron al colonialismo. Así, se le reza a la Virgencita mientras se adora a la Pachamama.
Miles de visitantes llegan al pueblo ante la mirada atónita de las doscientas personas que viven acá, gente callada, de andar cabizbajo. Gente que, cuando llega el momento de la gran fiesta, su momento, parecen exudar todo aquello que se guardan durante el resto del año. En muchos casos, exorcizan empujados por los efectos del alcohol.
“La gente acá es muy sufrida y quiere olvidar -dice Joaquín Carrillo, fotógrafo y guía de turismo jujeño-. Cuando el vino ya no les alcanza, toman el Pechito Colorado, que es un alcohol puro, a 98 grados, y lo mezclan con jugo de naranja. Si no fuera por el efecto desinhibidor, sería muy difícil hablar con ellos. Es muy lindo ver la otra cara de la gente cuando expresa lo que siente, cosas que nunca te van a contar el resto del año”.
La previa
En la iglesia visten a la Virgencita. La preparan cuidadosamente bajo la atenta mirada de los ángeles arcabuceros, unas extraordinarias pinturas trasladadas desde Cusco en la época colonial, que sólo se encuentran aquí y en la Iglesia de Uquía, en la Quebrada de Humahuaca, dando cuenta de la visión de los aborígenes sobre esos seres celestiales. Se trata de una decena de frescos de ángeles vestidos con ropas de soldados de la época, armados de un arcabuz, antigua arma de fuego.
Mientras tanto, en el pueblo comienza a romperse el silencio, que por estos lares parece eterno. La plaza, con un gran toro de utilería en el medio, permanece vacía. Una cholita aprovecha para freír unas empanadas a la intemperie y venderlas a los primeros visitantes que deambulan por las calles de tierra. La única hostería del pueblo y los pocos cuartos que alquilan los lugareños ya están colmados.
Las bandas de sikuris bajan los cerros y llegan de los poblados aledaños cargando la imagen de su propia Virgencita. Entran triunfales y ruidosos, con bombos y platillos para acompañar al dulce sonido del sikus.
La tarde se esfuma y la Puna exige emponcharse. La temperatura baja bruscamente. Cuando el cielo se cubre de estrellas, las cuarteadoras dan rienda suelta al baile de los cuartos, en el que participan varias parejas de mujeres que sostienen de las patas media res de cordero de la que tiran hasta cortarla o arrebatársela a la adversaria.
Atraviesan el pórtico de la iglesia, en hilera y de a dos. Tironean, se agachan, dan vueltas y rezan. Así, hasta altas horas de la noche, en un baile típico que se repetirá durante toda la jornada siguiente.
Misa y procesión
Temprano en la mañana las bombas de estruendo y campanadas anuncian que el día de fiesta ya comenzó. El sol apenas despuntó y hace un frío tremendo. Casabindo amanece cambiado. Hay puestos de comidas instalados para desayunar a la norteña: un energético Api (una bebida a base de harina de maíz, clavo, canela, limón y azúcar) y torta frita constituyen la receta para arrancar la jornada.
A lo lejos, por la ruta de ripio que viene larga y tendida desde Abra Pampa, proclamada capital de la Puna, a 120 kilómetros de aquí, llegan autos y camionetas y ómnibus sin cesar. A paso lento, también, se acercan cientos de lugareños cargados como ekekos dispuestos a montar sus puestos donde haya un lugarcito.
Mientras tanto, en las casitas de adobe ya empiezan a humearse pasteles con maíz y quínoa, empanadas y cazuelas de cordero y de llama, para devolver el alma al cuerpo de los forasteros a cambio de unas monedas que ayudarán para ir tirando el resto del año. También pasan como una tromba los arrieros con los toros levantando polvareda. Algunos meten miedo, pero otros causan gracia de tan haraganes que parecen.
En la iglesia, mientras tanto, una familia aprovecha para bautizar a su hijo. El niño, de unos cuatro años, está vestido con un mini smoking y mira atónito lo que pasa a su alrededor.
Poco después llega la hora de la misa. Pero antes hay tiempo para los discursos de tono político-protocolar, y así dirigentes, referentes comunales y representantes de los pueblos originarios dirán lo suyo: reclamarán mejoras, agradecerán a las autoridades presentes y se dirigirán al público para explicar que Casabindo es una fiesta que mantiene vivas la cultura y las tradiciones, y se las muestra al mundo.
Poco después, llega la hora de la procesión. Muchísima gente se agolpa en las escalinatas de la iglesia y desde la puerta del santuario marchan peregrinos portando sus vírgenes. Las calles mínimas del pueblo se ven súbitamente abarrotadas.
Los samilantes, devotos de la Virgen que visten plumas de suri (ñandú) y cascabeles en sus piernas, acompañan bailando la danza del suri, un baile ancestral en el que los antiguos pobladores pedían por las lluvias.
"No tengo nombre", dice un hombre muy borracho, que toca el erke en la puerta de la iglesia. El erke es un instrumento de viento, típico del norte, un cuerno con un caño muy extenso. El hombre tiene 40 años, asegura que viene hace 18, que vive en Abra Pampa y que trabaja en las minas de Susques. "Me dicen trompeta -dice al fin-. Esto es una tradición que nos dejaron nuestros abuelos", balbucea y sigue soplando el erke.
Acercarse a los samilantes, sobre todo durante la procesión, es un tanto complicado. No les gustan las fotos y enganchan con su bastón a todo aquél que intente fotografiarlos. Mientras tanto, la larga fila de patronas sigue su camino, encabezada por el torito, un hombre con una máscara de toro que se abre el paso como sea, bailando, justamente,su danza, la danza del torito.
Rolando Mamany es nieto de samilantes. Orgulloso, explica que las plumas representan el avestruz que vivía en la Puna y hoy está en peligro de extinción, y que los cascabeles suenan clamando por la riqueza que se llevaron. “Hace diez años que salgo como samilante y veo que la vida se está arreglando de a poco. No digo que no peco. Peco mucho. La Virgen seguro que no querría verme borracho”. Mientras tanto, otros samilantes entran a la iglesia blandiendo los cuartos de cordero, mientras se abren paso entre una maraña de gente.
La corrida
Pasado el mediodía, todo el mundo se junta alrededor de la plaza. Nadie se quiere perder el plato principal de la fiesta. En las gradas que dan de frente a la iglesia no cabe un alfiler.
Lo mismo sobre el paredón de piedras que la rodea, donde muchos reservaron un espacio dejando alguna prenda. Los que no consiguieron lugar, se trepan a los árboles, intentan ver desde el techo de alguna camioneta o desde lo alto del cerro, bajo un sol imposible.
Al lado de la plaza está el corral donde los toros aguardan para salir al ruedo. Algunos hacen las ofrendas a la Pachamama. Cavan un hoyo en la tierra, sahuman el terreno, derraman unas gotas de vino, de cerveza, le dejan comida y cigarros.
"Cualquiera puede participar del toreo, pero tenés que hacer una promesa a la Virgen de que vas a entrar con fe. Cómo te puedo decir... a ver... que sea la voluntad de Dios, no la tuya. Vos tenés que entrar con fe, no así nomás, de prepo. Uno a veces no cree, pero se da eso", dice don Inocencio Carrillo, un nativo de Casabindo que vive en Jujuy. Inocencio viene todos los años, dice, para que no se termine.
"Yo no toreé nunca, porque ¡te agarra un julepe! Te encontrás con el asta del toro que te arrastra. Por eso no ponen toros grandes, se ponen chicos. Esto no es para competir".
Ítalo y Sergio están esperando para hacer la corpachada y para torear. Los toros deambulan, nerviosos, a pocos metros. Ellos tienen 20 y 25 años, son tímidos, cuesta arrancarles un par de palabras. Dicen que no es la primera vez que van a torear.
"Por fe, por valentía - señala Ítalo, que toma la palabra- Por seguir el camino a mi papá. Es el segundo año que estoy toreando. Cuando era chiquitito lo veía de la tribuna. Ahora él dejó y yo sigo. El año pasado sacamos la vincha y contento estaba...Todo lo hago por devoción a la Virgen, por mi salud, mi familia".
Nelson también se apresta a torear. Él tiene larga experiencia ya. Hace 12 años que lo hace, pero igual está nervioso. Mientras, espera a ver qué toro le toca en suerte dice: "En el momento, en la plaza, te agarra miedo pero lo hago porque tengo mucha fe. Siempre saqué la vincha y pedí a la Virgen que me ayudara en todo; especialmente, que no me falte trabajo, el pan de cada día".
Un hombre con sombrero de cowboy y ojos desorbitados empuja los toros, los agarra de los cuernos y casi que los arrastra hasta la puerta de la plaza, donde van a esperar los toreros inexpertos y no tanto, munidos de un trapo rojo como única arma para concretar su misión. “¡Sangre!, ¡Sangre!”, vocifera la multitud.
En el medio de la plaza, una casita y un mástil sirven de refugio al torero de turno cada vez que las papas queman. Toros y toreros se suceden con el correr de la tarde. Pasan bestias que ni se inmutan y la multitud reprueba, y otros que entran furiosos. Algún que otro participante entra "machado" o borracho, aunque en el reglamento esté expresamente prohibido.
Sucede lo previsible: el toro lo levanta por los aires y el hombre termina en la salita de primeros auxilios. La multitud, enfervorizada, quiere más. Y así, algunos logran su cometido, y se arrodillan, emocionados, ofrendando la vincha a la Virgencita. Otros son embestidos y vuelan por el aire o son revolcados por el piso. Nada grave.
La misma escena se repite hasta el atardecer, cuando la iglesia se tiñe de ocre, y la masa se pierde a lo lejos en el ripio, para dejar Casabindo, nuevamente, sumido en su más profunda soledad. Al menos hasta el próximo 15 de agosto.