En “Un buen judío”, primera novela de Carolina Esses, la agonía de un hombre que ha quebrado las reglas de la ortodoxia religiosa pone en crisis la vida de sus hijos, a quienes se les abrirá un tiempo de reflexión sobre sus historias personales, durante una espera que se extiende por más de 40 días.
El libro, editado por Bajo la Luna, se inicia con la descompensación que sufre Elías Faur el día de la boda de su hijo Hernán con Anita, una joven empresaria que verá malograda la fiesta de casamiento y la luna de miel que tenían previsto compartir.
De alguna manera ese colapso de Elías será el corolario de hechos dolorosos de su pasado, como la condena que sufrió de parte de su comunidad al separarse de su mujer por casarse con una católica, y el fracaso de su negocio en pleno barrio de Once, por la apertura de la importación en los 90.
Esta situación pondrá en suspenso la vida de los hijos de Elías y será el disparador para ir hacia atrás en el tiempo y descubrir que “se sienten incómodos respecto de lo que les tocó en suerte”, señala Esses, nacida en Buenos Aires en 1974.
A partir de la revisión que les plantea la agonía de su padre sabremos que Hernán es hijo del segundo matrimonio; que Natalia es una judía ortodoxa que no le perdonó a su padre la separación, y que Martín es un financista con sede en Puerto Madero, seguidor de un gurú que pregona los beneficios del frío extremo.
El estado de colapso que deja a Elías aislado del mundo parece un reflejo de lo que fueron esas familias que formó, y que están marcadas por una distancia muy bien retratada por Esses a través de una adecuada dosificación de la información.
La agonía pondrá a todos en una larga espera durante la cual quedará en blanco la mente de Elías, que tendrá su correlato en una Buenos Aires donde por momentos nieva, durante un invierno anómalo, como sucedió el 9 de julio de 2007.
Esses es autora también de los libros de poesía “Duelo”, “Temporada de invierno” y “Versiones del paraíso”.
-¿A raíz de qué surgió la idea de escribir sobre judíos ortodoxos?
-Me interesa el tema de la religión, la religiosidad de las personas. Quizás el judaísmo sea de las religiones más complejas, porque implica también una nacionalidad y una marca, ni hablar del peso de la historia.
Mi apellido, por ejemplo, es judío, pero yo soy bautizada católica. Sin embargo, hay algo ahí que es interesante y que tiene que ver con la identidad de cada uno. Imaginé a Natalia, una chica ortodoxa, joven. Me gustó pensar cómo llega hasta ahí, cómo es su camino, ya que en un principio ella estudia antropología. Y después cada personaje piensa el judaísmo a su manera.
-¿En qué sentido o en cuánto la historia atraviesa tus vivencias personales?
-Soy hija de una mujer católica y un padre judío. Algo de eso hay. Pero hay una imagen muy potente que ha tenido en mí más peso: en el 2001 me fui a vivir a Bariloche. Vivía a orillas del lago. Una vez me visitaron mis padres y los llevé a conocer el Cerro Catedral. Cuando llegamos a la cima, había algo de nieve.
Mi papá, quizás el hombre más urbano que conozco, un comerciante del Once, jamás había estado en una montaña, mucho menos en contacto con la nieve. Ese instante compartido entre los dos fue muy intenso; la fascinación que había en la mirada de papá. Muchos años después, esa imagen me sirvió para escribir una serie de poemas y para imaginar qué le pasaba a una persona en coma: quizás de lo que se trataba era de una larga caminata por la nieve.
-¿La crítica a la ortodoxia judía que aparece, busca ser una crítica a la rigidez de las religiones?
-No lo pensé, creo. Honestamente yo hubiese querido escribir una novela de quinientas páginas, como lo hizo (Jonathan) Franzen en “Libertad” o como “La familia” de Gustavo Ferreyra. Pero es mi primera novela y tuve que pensar una estructura más accesible. Lo que decís se fue dando a medida que escribía; como es una novela de trama, fui trabajando la interioridad de cada personaje. Hay algunos más rígidos y otros más abiertos al cambio como la mujer de Solomón, Ethel, que cada vez que enciende las velas en Shabath, piensa en los muertos palestinos y sufre porque sabe que esos muertos tienen que ver con la plata que ella y su marido mandan a Israel.
-En la novela se observa la intolerancia de quien organiza su vida en base a preceptos o creencias y segrega a quien renuncia a esa forma de vida.
-Creo en ese sentido que lo que me interesó plantear en la novela, en términos de coyuntura, es el desastre que implicó la política económica de los 90. Elías Faur, el protagonista, pierde todo en esa época, la liberación de la importación lo mata. A la vez la práctica cerrada de la religión también lo expulsa. Como si se tratara de un hombre que no encontró su lugar.
-La idea de Solomón de construir refugios antimisiles en Sderot se choca con la idea de Martín que le propone un negocio inmobiliario en Buenos Aires. ¿Eso habla de lo alejado que está de la realidad ese judío observante?
-Solomón es un fuera de la historia. Se quedó en otra época. No puede reflexionar. Mientras escribía la novela me enganché mucho con los personajes secundarios y Solomón fue uno de ellos. La ternura con la que trata a Hernán, el hijo menor de Elías, y la ilusión que tiene de convertirlo -a pesar de que la conversión en el judaísmo es algo complicadísimo- es el contrapeso de la obsesión que sigue teniendo por defender el proyecto de Israel. Sí, Solomón no puede conversar con nadie, no escucha.
-¿Por qué buscaste que el conflicto Israel-Palestina estuviera presente de esa manera, a través de la figura de Solomón?
-No lo pensé deliberadamente. Lo que sí intenté fue que la novela planteara preguntas y no respuestas. Que fuese la historia de una familia, de personajes con conflictos. No quería que fuera un alegato pro Israel, desde ya; más bien busqué que planteara tensiones. Télam