I. Yo era un pibe recién llegado del campo. Ese que soñaba, mientras iba por la finca en bicicleta, no con las luces de las marquesinas sino con la expresión libre de lo que llevamos dentro. Por eso me fui a Mendoza Capital a estudiar teatro, del '78 al '82. ¿De la dictadura? Yo creo que me salvó la ingenuidad.
II. Es curioso -pienso ahora- que por dos meses anduviera en mi auto con la gorra y los papeles y los manuscritos de Antonio Di Benedetto. Lo traté después con mi psicólogo; me dijo que en cierta forma llevaba su féretro.
Me tocó reconocer el cuerpo de Graciela, su última compañera, tras su suicidio. Ahora estoy mirando una foto de ella en mi biblioteca. Otra gran olvidada. Tuvimos una amistad silenciosa y profunda. Yo le decía que era nuestra Sonia Braga.
Nos conocimos en la casa de Mendoza. Yo tenía 24 años y vivía a las corridas, angustiado, de audición en audición. Antonio estaba muy dañado, caminaba como un anciano. Pero me daba paz. Éramos, de modos diferentes, víctimas de la espera. Al verme tan atolondrado me decía: “No se suicide”. Después entendí qué me quería decir, el sentido de sus suicidados.
III. Me fascinaría hacer en teatro la historia de amor de ellos. Plasmar esa acidez y esa oscuridad en la que Antonio navegaba. Y que contrarrestaba leyendo y viendo humor. Sí, algo me habló y otro tanto escuché sobre los años de encierro. Cómo le hicieron subir y bajar escaleras cuando dijo que era cardíaco. Cómo sacaba sus escritos en papelitos manchados con materia fecal. Su amigo Barjarlía contó una vez que, cuando lo saludaba un miembro del ejército, se limpiaba las manos con alcohol, delante de él.
No sé si haré esa obra...no quiero “colgarme” de Di Benedetto como hacen tantos. Es más bien una cosa que atesoro. Las tardes que pasamos en la Casa de Mendoza, en tiempos en que él vivía con un sueldito miserable que le pagaban por leer textos para el Instituto de Cine. No le habían dado ni una oficina, así que Graciela le había armado un “rinconcito”. Mientras le ordenaba sus papeles, hablábamos de Ibsen. “La muerte -decía- es un acto íntimo. Si algo provoco que no sea llanto, sino reflexión”.
IV. De la finca de Villa Atuel a la Facultad de Teatro y de ahí a Buenos Aires. Quería ver las luces de la ciudad. Mis abuelos eran esos inmigrantes que venían con puro coraje. Una abuela mía llegó con un arma adentro de un pan. Esas historias le dieron valor al chico de la Vasconia del sur mendocino.
Era la avidez por aprender. Trabajé como químico y a la vez en el Teatro San Martín. Nunca estuve sujeto a vivir del teatro, así que eso me dio libertad para buscar, viajar, experimentar Con Jairo haciendo un espectáculo sobre Gardel, recorrimos Europa. Trabajé con Constantino Juri, regisseur y profesor de teatro que a los 93 años sigue creando.
V. Tuve un antes y un después, hace dos años. Un infarto, sí. Por eso esto es como un tiempo extra que me hace re-comprender cosas. Miro los árboles desde mi casa en Vicente López. Y como Tejada, vuelvo siempre a los lugares donde amé la vida. Sigo amando los silencios de la gente de campo.
Soy un sobreviviente y he tenido suerte. No fui a Malvinas, no fui un desaparecido, no me mató el sida, no me mató el desamor. Pasé iglesias y gobiernos. Y el teatro me dio fuerzas y alas, siempre.
VI. Esta última obra para la que fui convocado se llama "Romper el piso", un espectáculo de tango creado por Natalia Hills. Es impresionante: tango al piso, todo un desafío que comienza desde las percusiones africanas a las esquinas porteñas emblemáticas. ¿El Maipo? ¿Qué significa? Vuelvo a lo mismo: los teatros son pura magia. Claro que las luces de las marquesinas seducen. Pero si me preguntás ahora te digo que pienso en la luna del campo.
VII. ¿Que qué hice con la boina y los papeles? Los papeles los llevé a la Biblioteca Nacional. Después de dos meses, llevé las cajas como - supongo- hubiera deseado Graciela, que tanto se preocupaba por ordenarlos. En cuanto a la boina, la última vez que fui a Villa Atuel de vacaciones la llevé conmigo y la entregué a la escuela Antonio Di Benedetto de San Rafael. Sentí que tenía que estar ahí.