1999. De Mendoza a Chile, de Chile a Perú, hasta el Camino del Inca. Esa era la idea de un grupo de cuatro amigos para mochilear estos caminos hasta terminar en Ecuador, pero ese año cruzaba la poderosa corriente de La Niña, por lo que el clima estaba fuera de control y el plan inicial se detuvo en Trujillo.
Allí, buscando unas playas supuestamente hermosas, una amiga y yo terminamos perdiéndonos y al final de la jornada nos encontró una patrulla de policía. Ese día, el grupo se dividió en dos. El resto se volvió para Lima y con mi amiga decidimos partir para el rústico noreste amazónico del Perú.
En la ruta, hicimos dedo y nos levantó un camión que terminó su recorrido en Chiclayo. Llegamos un domingo, acampamos en la plaza, nos llovimos a la noche y de colmo, los "arbolitos" locales nos estafaron con el cambio. Y no había con quién quejarse.
Al otro día, desde Chiclayo y siguiendo con el plan de hacer dedo, terminamos muchas horas después en el pueblo de Tarapoto, una localidad típicamente colonial fundada a finales del siglo XVIII, también llamada la "ciudad de las palmeras", por aquel entonces muy visualmente militarizada, tras haber sido un epicentro de las actividades del Sendero Luminoso.
Nos contaron los lugareños que en la misma plaza del pueblo, el grupo terrorista había fusilado a traidores, homosexuales y prostitutas. Un horror.
A unos kilómetros de allí cruzamos un río llamado Shilcayo en una 4x4, un derivado del famoso río Mayo, y nos instalamos en un minúsculo pueblo con no más de 60 casas pero con el dato sobresaliente de que habían tres discotecas pachangueras a full.
Lo llamativo era que el pueblo se quedaba sin luz eléctrica llegando la noche pero las discos tenían generadores propios y la fiesta se prolongaba hasta la madrugada.
Cuando retornamos de Chiclayo a Lima, nos recogió en la ruta el mismo camionero que nos había llevado en aquella oportunidad en sentido contrario. Pero nos pasó de todo: primero el vehículo pinchó dos ruedas y nos quedamos varados siete horas en la ruta hasta que se vino la noche.
La caja del camión estaba llena de escarabajos que venían arrastrados con la mercadería y en un momento fue tan serio el ataque de bichos que no nos quedó otra opción que bajarnos en un parador rutero perdido en la nada.
En ese lugar inhóspito terminamos transportados por un policía que con su patrulla nos acercó a otro pueblo cercano con locales abiertos para comer.
Nos dio algo de escozor que el amable agente de la ley nunca dejó de tomar cerveza mientras conducía a gran velocidad, mientras nos contaba anécdotas de su revólver 9mm. No sabíamos qué hacer: si esperar perdernos en la soledad del campo o terminar el viaje con un uniformado que conducía borracho.
Al final del trayecto de un mes por Perú, conocimos también Cusco y el Camino del Inca en cuatro días, en un viaje fuera de las excursiones contratadas.
De lo más exótico que se cruzó en cuestión de alimentos, me acuerdo de los anticuchos, una brochetes de corazón de res creados en la época del virreinato.