Una oportuna arritmia libró a Víctor García de la Concha del homenaje que le íbamos a hacer en Córdoba (Argentina) durante el octavo Congreso de la Lengua celebrado allí recientemente. Tuvimos que contentarnos con un buen documental sobre sus empeños académicos para reforzar el carácter unitario del español, pese a estar irrigado de manera incesante por más de una veintena de países en el mundo. Pero no se librará por mucho tiempo, pues el Instituto Cervantes se propone entregarle en Madrid la medalla que se quedó sin destinatario en aquella ocasión. Yo, por mi parte, lo he homenajeado leyendo su último libro: una edición crítica del Cantar de Cantares de Salomón, traducido del hebreo por fray Luis de León, que acaba de publicar Vaso Roto, en su colección Esenciales Poesía.
Es un libro que no tiene desperdicio, que se lee de principio a fin con inmenso placer; aunque también con cierta indignación, porque, por escribirlo y por las intrigas de los eternos envidiosos, el desdichado fray Luis de León padeció varios años de cárcel en Valladolid y sufrió tormento por parte de la Inquisición. Además, nunca vio editada esta hermosa traducción que sólo se publicó cerca de doscientos años después de su muerte (en 1798). En su presentación, García de la Concha da todos los datos necesarios para conocer la historia del poema y de los avatares dolorosos que significó para fray Luis de León –incluido el juicio interminable a que fue sometido- el arriesgarse a traducirlo del hebreo a la lengua castellana.
Según la leyenda, el rey Salomón tuvo setecientas mujeres y trescientas concubinas. Pero ninguna de ellas le inspiró, como la hija del Faraón, la sulamita, un poema tan hondo y terrenal como este cantar que, pese a sus osadas y voluptuosas imágenes, se recitaría primero en la Pascua judía (aunque los judíos sólo podían leerlo luego de cumplir cuarenta años) y formaría parte del Antiguo Testamento. En esta edición, cuidadosamente anotada, figuran también las Explicaciones a su traducción que escribió fray Luis de León y que, por la delicadeza y perfección de su prosa, así como por la sabiduría de sus análisis y observaciones filológicas, son un complemento indispensable del poema. La libertad de las efusiones que intercambian los amantes brilla desde los dos primeros versos del poema con la ardiente proclama de la Esposa: “Béseme de besos de su boca / porque buenos son tus amores más que el vino”.
Fiel a la tradición, fray Luis recuerda de tanto en tanto en sus Explicaciones que, en verdad, el Cantar de Cantares es una alegoría, es decir, una pasión figurada que narra la irrompible unión de Dios y la Iglesia, y que, por tanto, los requiebros y caricias desenfrenadas de los esposos a lo largo del poema no son carnales sino espirituales y simbólicos. Me temo que nadie que lo lea en nuestros incrédulos tiempos se trague semejante teoría. Pero, acaso, no sea tan peregrina la contraria; es decir, que la maestría artística con que está descrita esta pasión ardiente que posee a los amantes, la carga de espiritualidad y le confiere una dimensión que trasciende la vida meramente vivida, deseada y consumada y la enriquece con una proyección religiosa ultraterrena.
El autor del poema y, en todo caso, su traductor al español, conocían el amor, la atracción de la mujer, los juegos de la seducción, los secretos del deseo, y habían imaginado (o acaso vivido) la felicidad y el goce físico que el texto evoca con tanto refinamiento y exquisitez. Los amantes se observan, se examinan, se excitan, se desnudan y hacen el amor. También juegan, se disfrazan de pastorcillos, corren por los campos, se ocultan entre los árboles y en medio de los rebaños de cabras, simulan extraviarse y, entonces, la Esposa pierde la razón y, corriendo todos los riesgos, en medio de la noche se lanza por las calles de Jerusalén en busca de su Amado. Todo aquello es ingrediente del juego teatral que ha formado parte del enamoramiento de las parejas a lo largo de los siglos; y, sin embargo, la poesía del Cantar de Cantares la convierte en una experiencia singular, excepcional y única. Tal vez a ello aludía Jorge Guillén cuando llamó al poema un “cántico prodigioso”. No cabe la menor duda de que lo es y, para los lectores de este tiempo, maravilla lo vivo que está, lo actual que resulta, lo directamente que nos habla de un amor que conocemos, lo extraordinariamente próximo a la poesía experimental y de vanguardia que parece, gracias al atrevimiento de sus metáforas y la dislocación de su sintaxis, a la libertad que ejercita su autor en cada verso. En la gran poesía hay siempre algo superlativo e inefable, que nos fascina a la vez que nos asusta, pues nos abre las puertas –o las rendijas- de ese “otro lado” que también tiene la vida y que sólo el gran arte –la poesía y la música- son capaces de hacernos entrever. Hace mucho que no gozaba tanto leyendo un poema que no había releído desde mis tiempos de estudiante.
Es justo que se rinda un homenaje a Víctor García de la Concha. Ha sido un crítico excepcional de la poesía mística española y pocos analistas han descrito con la solvencia y elegancia con que él lo ha hecho, en ese libro fundamental que es Al aire de su vuelo, la poesía de santa Teresa, de san Juan de la Cruz y del propio fray Luis de León. La poesía mística es algo más que poesía, el testimonio de un encuentro inusitado en el que unos seres de excepción cruzan una frontera misteriosa hacia algo que está más allá de lo que la razón y el conocimiento pueden reconocer, algo a lo que sólo se llega a través del milagro de la fe, y que, por lo mismo, está fuera del alcance del ser puramente racionalista o el agnóstico. Y, sin embargo, la belleza imperecedera de ciertas imágenes, emociones y músicas, y la astucia y sutileza del crítico, acercan a esos lectores refractarios al corazón de esa poesía que es más que poesía y le permiten compartir con sus autores su embriaguez irracional y su locura divina. Pero Víctor García de la Concha ha sido también un sagaz lector de la novela moderna española y latinoamericana como mostró en su colección de ensayos Cinco novelas en clave simbólica publicado en 2010.
Como director del Instituto Cervantes se las arregló, en el período acaso más crítico de la crisis económica en España, no sólo para no cerrar centro alguno del Instituto Cervantes, sino, incluso, para abrir varios más en diversos continentes. Y fue un excepcional director de la Real Academia Española, que trabajó de manera incansable para estrechar los vínculos entre todas las academias americanas y la española, de manera que desaparecieran las reservas y distancias que antaño habían hecho azarosa esa colaboración. La vitalidad y el impulso creciente del español por el mundo han tenido desde hace muchos años en este antiguo profesor de la Universidad de Salamanca a uno de sus mejores valedores.
Madrid, abril de 2019
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