Puede buscar tranquilo el lector, desde las costas atlánticas de Portugal hasta la Escandinavia gélida; desde la neblinosa Escocia hasta los rizos dorados de Grecia, y no encontrará en toda Europa ciudad más fascinante que Nápoles. Será por sus gentes, gritonas, amables, muy de piel.
O por lo atropellado de su mapa, arterias que entre decadencia y majestuosidad cruzan palacios con vendedores ambulantes, centenas de iglesias con Vespas a los bocinazos, a la vista del mar Tirreno (parte del Mediterráneo) y al volcán Vesubio. O por lo auténtico de la atmósfera, perfil variopinto y desordenado, historia a raudales y movimiento permanente, de viejo continente a la suramericana. Será por todo eso que el referente del sur de Italia nos hace gastar los laureles.
Aquella esencia hechicera, la mezcla de lo dicho, se aprecia de veras en el centro histórico, cuándo no. Un conglomerado de callejones y avenidas que es diferente al del resto de las grandes urbes del primer mundo europeo, porque lo pulcro y pituco lo cambia por color y desfachatez, el buen caos al servicio de quien ya se cansó de ver siempre lo mismo.
Los edificios van como teñidos de hollín y desgaste, pero son tan bonitos que acaso el tono les sirve de adorno. Mixtura de los tiempos: ayer magna capital, besada por griegos, por romanos, por franceses, por españoles (entre el siglo XVIII y XIX los Borbones la hicieron cabecera del Reino de las Dos Sicilias, y la llenaron de reliquias), hoy Nápoles toma el cascarón y lo lleva a otras latitudes, brote de vida barrial y humilde.
Ahí se contempla el galopar de sus habitantes. Hombres y mujeres, una de exclamaciones y decibeles que parecieran mandarse a la madre que los parió cuando en realidad se están dando los buenos días, el cómo está la familia. Ropas estrambóticas, zapatillas brillantes, pelo corto con gel ellos, y pintarrajeadas las damas. “Los cursis de Italia”, opina un elegante señor de la rica Turín (al norte peninsular), sin reparar en la calidez de este pueblo y en la trascendencia de ello. “¿Tutto al posto? (¿todo bien?)”, pregunta uno que ve al viajero medio perdido.
Más pistas de los fulgores del paisanaje los arroja el céntrico Quartieri Spagnoli (el barrio español). Pegadito a la colina Vomero (que en la cima aloja al Castel Sant’Elmo y a la Cartuja de San Martino, ambos del siglo XIV), enseña la típica postal napolitana, de callecitas estrechas y miles de pantalones, remeras y calzones secándose en las alturas.
Las imágenes de la Virgen (la mística católica del sur italiano), pueblan pórticos y balcones. Aquí y en los alrededores de la monumental Plaza Garibaldi y la estación de trenes, se pasean muchos inmigrantes venidos del África, tanto árabes del norte como negros subsaharianos. Son los que pensaron que en la pobre Campania iban a darse de bruces con la riqueza. Ahora saben, igual que los lugareños, que hay que pelearla duro para apenas sobrevivir.
Varios de ellos se apostan en la Vía Toledo, columna vertebral y avenida más concurrida de la ciudad. Un vergel de economía sumergida que, junto a los negocios más convencionales, respira en infinidad de puestos de ropa barata, artículos del hogar y chucherías. Emprendimientos que siguen abiertos al momento en que cae la noche y el torbellino popular no se da por aludido, ruido, luces, autos y motonetas pasando rampantes, al candor del encuentro, de la pizza y la pasta. Que lejos están Roma, París, Londres. Otra cosa.
Construcciones a montones
En la distracción con el ADN local, quedaron de lado las maravillas arquitectónicas de esta metrópoli de millón de habitantes. Piazza del Plebiscito, por ejemplo, es un llamado a cautivarse. Un amplio cuadrante de cemento rodeado por dos figuras estelares: El Palazzo Reale y la Basílica de San Francesco di Paola.
El primero destaca por la elegancia del barroco y las estatuas de ocho de los gobernantes más importantes de la región a lo largo de la historia (hay italianos, españoles y franceses), mientras que el segundo lo hace a partir de su hilera de columnas, a lo panteón.
Pegados reposan joyas como el Teatro di San Carlo (uno de las casas de ópera en actividad más antiguas del mundo), el Castel Nuovo (ícono de las épocas de esplendor del reinado de Carlos I de Anjou, siglo XIII), y apenas alejada la Galería Humberto Primero y sus aires afrancesados (en la actualidad una especie de shopping de clase media en estructura de lujo, refinadísima la cúpula de cristal). También a pasitos está el mar, admirado por el Castel dell´Ovo y la Stazione Marítima, que cada día recibe a más cruceros de turistas atrapados por el rebelde rostro de Nápoles. Arriba, quien vigila es el volcán Vesubio.
El mismo que hace cosa de dos milenios hundió a Pompeya a lava limpia.
Después vendrá una nueva caminata por el centro, “il proprio centro”, el de los pasadizos y las pequeñas plazuelas, la Mateotti, la Dante, la del Gesú. Ésta última lindera a la iglesia del Gesú Nuovo y al monasterio de Santa Clara, bellezas de templos que resumen lo que la capital regional ofrece en ese sentido.
Culmina el paseo con el Palazzo e Museo di Capodimonte y la gótica Catedral, o “Duomo”. Y en el desenlace, cerca de Plaza Garibaldi, aparece el Castel Capuano, que era niño mimado y ahora es sucio y desprolijo, y paradójicamente encantador. A Nápoles le queda como anillo al dedo.