Por Fernando Iglesias - Periodista. - Especial para Los Andes
Fulano al gobierno, Mengano al poder. No. No se trata del afamado ballet del Bolshoi con que los camaradas Putin y Medvédev se alternan al frente del poder atómico ruso desde hace casi una década. Es que la frase vuelve a estar de moda en una Argentina que se apresta a decidir si veinticuatro años sobre veintiséis de gobiernos peronistas fueron suficientes, o si es imprescindible darles la revancha.
“Máximo al gobierno, Cristina al poder” claman desde las paredes los fellinescos afiches del Frente Transversal que lidera el diputado Depetri; demoledora confirmación de que -lejos de ser la vanguardia de la Historia que pretende Laclau- el populismo encarna lo más rancio del Ancien Régime, el antiguo régimen monárquico y hereditario (después de la esposa del rey, el hijo del rey) que precedió la formación de las democracias republicanas.
“Scioli al gobierno, Cristina al poder” le responden otros, los que tienen perdida la fe en que un candidato kirchnerista puro (cualquier cosa que esto signifique) pueda hacerse con la Presidencia de la Nación en octubre.
Justo es reconocerlo: la frase se las trae. La frase remite al primer “Fulano al gobierno, Mengano al poder” que el peronismo propuso a la Argentina. La frase lleva directamente al “Cámpora al gobierno, Perón al poder” con el que se abrió el segundo ciclo peronista, en marzo de 1973. Tres meses antes de la masacre de Ezeiza. Cuatro meses antes de la renuncia del propio Cámpora.
Seis meses antes de la asunción al poder del binomio Perón-Perón, que registró el récord -aún invicto- del 62% de los sufragios. Y un año y tres meses antes de que falleciera Perón, gravemente enfermo desde antes de desembarcar en la Argentina; dejando la Presidencia en manos de Isabel y el país a merced de López Rega, en uno de los mayores actos de irresponsabilidad política cometidas en una nación que ha alcanzado respetables performances históricas en la materia.
Ante semejante repetición de características freudianas, no sobra recordar las circunstancias que llevaron a Héctor J. Cámpora, el odontólogo providencial, a la Presidencia de la República Argentina. Para lo cual lo mejor es observar con detenimiento una foto: la que ilustra esta nota.
Es una foto magnífica: la foto del Renunciamiento Histórico. Todos la conocemos. Se trata del abrazo entre Evita y el General en ocasión de la renuncia de Evita a la candidatura a la vicepresidencia. Y merece un breve estudio. En primer plano, una Evita conmovida abraza a Perón.
No se ve la cara de ninguno de los dos pero se adivina el llanto de Eva, y que Perón trata de consolarla. Han pasado pocos instantes desde su renuncia, efectuada mediante uno de los discursos más antidemocráticos, sectarios y violentos del abundante repertorio de Evita, en el cual afirmará, por ejemplo: “La oligarquía, los mediocres, los vendepatria todavía no están derrotados, y desde sus guaridas atentan contra el pueblo y contra la nacionalidad.
Pero nuestra oligarquía, que siempre se vendió por cuatro monedas, no cuenta en esta época con que el pueblo está de pie, y que el pueblo argentino está formado por hombres y mujeres dignos capaces de morir y terminar de una vez por todas con los vendepatria y los entreguistas”.
Agregará al final, como en un rapto religioso: “Yo no he hecho nada, todo es Perón. Perón es la Patria, Perón es todo, y todos nosotros estamos a distancia sideral del Líder de la nacionalidad. Yo, mi General, con la plenipotencia espiritual que me dan los descamisados de la Patria, os proclamo, antes que el pueblo os vote el once de noviembre, presidente de todos los argentinos. La Patria está salvada porque está en manos del general Perón”.
Se trata de una pieza perfectamente reconocible de la oratoria del primer peronismo, en la que todo principio democrático es ignorado, el voto es reducido a dispensable formalidad y se apela a la figura de la encarnación de la Patria en un militar providencial. Pero no es esto lo importante. Lo importante es que Evita se está muriendo, y ella sabe que se está muriendo, y todos saben que ella se está muriendo.
Por eso sus rostros se ven apropiadamente acongojados. Todos, menos uno. Se lo ve, por el contrario, sonriente y satisfecho en el segundo plano de la foto, como si no comprendiera la situación o fuera incapaz de conectarse emocionalmente con ella. Se asoma a la escena histórica desde atrás, y sonríe y aplaude.
Como hizo durante toda su vida, aplaude. Estúpida e insensiblemente, aplaude. Mientras decenas en el balcón y miles debajo del balcón se conmocionan y lloran, él sonríe y aplaude. Se trata de Cámpora, el odontólogo providencial. Ya es presidente de la Cámara de Diputados en aquel año, el de 1951, y veintidós años más tarde su sistemática obsecuencia lo llevará a la Presidencia de la Nación, para desgracia del país.
Pero lo que quiero señalar es esto: de todos los que estaban en ese balcón, y debajo del balcón, y en el resto del país, que escuchaba emocionado por la radio, peronistas y contreras, la despedida política de una de las figuras centrales de la Historia argentina, elegimos para la Presidencia de la República en 1973 al único sujeto con capacidades emocionales diferentes que en un momento como aquél sonreía y aplaudía.
¿Cómo lo hicimos? ¿Por qué? ¿Qué mecanismos empleamos? No pueden ser cuestiones secundarias en un momento en que nos preparamos para elegir un nuevo presidente.
Sobre todo porque treinta años después de aquella proeza, de entre la abundante oferta de candidatos que se presentaron en mayo de 2003, con esa compulsión por la repetición de desgracias que nos caracteriza, pusimos la Presidencia del país en manos de otro salvador de la Patria con capacidades emocionales diferentes, Néstor Kirchner, y aquel formidable obsecuente de la foto del Renunciamiento Histórico, el odontólogo providencial, tuvo su reivindicación histórica nac&pop y hasta su propia agrupación política post-mortem: La Cámpora.
-¿Qué hora es, Camporita?
-La que usted quiera, General.
Cierto o apócrifo, el diálogo que la leyenda popular atribuye al Cámpora delegado de Perón retrata con precisión el rasgo principal de su figura, convenientemente resaltado además por el afiche que eligieron sus adeptos para convencer a Perón de que lo prefiriera a otros candidatos a la presidencia: “Lealtad”, rezaba.
¿A cuántos meses estamos de ese afiche? ¿A cuántos de otro “Fulano al gobierno, Mengano al poder” que repita las proezas de esas horas? ¿Cuán lejos de demostrarnos nuevamente que de la historia realmente sucedida seguimos sin aprender nada de nada? Es cierto que el desastre serial que va dejando al despedirse este gobierno parece excluir que un candidato cristinista acceda a la Presidencia.
Habría que buscar alguno lo bastante cristinista para Cristina y suficientemente no cristinista para la mayoría de los votantes. Habría que encontrar uno tan obsecuente como para alentar esperanzas de impunidad en la Presidenta y tan zigzagueante en su prontuario político como para que la gente piense que su lealtad no vale nada.
Y habría que ponerle como desafiante un candidato kirchnerista puro y duro para resaltar el contraste, y aplicarle periódicamente el lanzallamas de la recalcitrante militancia nac&pop. Confiados en su carácter ininflamable. Sabedores de que las críticas del oficialismo sumarán los votos de quienes no apoyarían a un candidato kirchnerista.
Seguros de que en el momento decisivo los kirchneristas de paladar negro no tendrán más remedio que votarlo, conscientes de que cualquiera es preferible a entregar el país a la Derecha y la reina a los Tribunales.
El Gobierno necesita un camporista que no sea de La Cámpora, un camporista new age, un camporista del siglo XXI. Obsecuente. De pensamiento ausente, o desconocido. Alguien que sepa sonreír para la foto hasta en los momentos más inoportunos. Ininflamable. ¿Se les ocurre alguno?