El fútbol, más el argentino, está plagado de frases hechas que se contraponen entre sí, pero que los hinchas las mantenemos en lo alto como banderas y nos van enfermando. Así, creemos que el juego es una cuestión matemática en la que la suma de buenos jugadores es sinónimo de éxito, pero, a la vez, le damos importancia y mucha responsabilidad o mérito, depende de la derrota o la victoria, al director técnico. Primera incongruencia.
Si tener una pléyade de habilidosos o jugadores “distintos” alcanza, ¿para qué contratar a una persona que tome decisiones a la hora de convocar? Sería más fácil hacer una encuesta y llevar a los más votados en cada puesto. Si después de todo, en Argentina hay casi 40 millones de técnicos que dicen estar capacitados para opinar.
Pero, además, hemos crecido en la creencia de que hay camisetas más importantes que las otras. Debemos ganar por ser River y Boca o Argentina y Brasil. Y ese axioma nos ha llevado a creer que si eso no ocurre estamos frente a una cuestión de vida o muerte o de Estado, nuevamente según de qué aspecto estemos hablando. Después el deporte se encarga en poner las cosas en su lugar y demuestra, como está pasando en este Mundial, que es más importante un trabajo concienzudo, claro que justo Argentina fue al torneo con un técnico que asegura ser un defensor de la improvisación.
Cuando las cosas no funcionan en cuanto a funcionamiento y/o resultados (no van de la mano en algunos casos) el fusible que primero salta es el conductor, pero en este caso, ¿es el gran responsable? El fútbol argentino desde hace años deambula en su constante tembladeral. La mayoría de este plantel está hace más de diez años en el seleccionado y nunca salió a bancar a un técnico. Ni siquiera a Martino, a quien Messi lo recomendó para el Barcelona. Pasaron Pekerman, Basile, Maradona, Batista, Sabella, el Tata y Bauza.
Todos tuvieron problemas para armar un plantel. Todos se fueron por la puerta de atrás. Como parece que se irá Jorge Sampaoli, a quien le abrían hecho un piquete en plena competencia, una situación insólita pero esperable. Se veía venir que esto era un grupo de amigos más que un plantel profesional. En ese mismo lapso, Alemania mantuvo una dinastía entre Klinsmann y Löw. Ya sabemos cuáles fueron los resultados de uno y otro.
Pocos parecen entender que al fútbol juegan once contra once. Hay un rival enfrente con sus virtudes, sistemas tácticos, juego colectivo y un resultado impredecible. No es una constante que los partidos se resuelvan por una individualidad o por historia. La soberbia, el triunfalismo y el exceso de confianza nos impiden ver más allá.
Un país en el que los dirigentes, en medio de un contexto creciente de violencia de género y en el que hay una lucha social contra ello, crean un manual para conquistar chicas en Rusia; en el que hay hinchas que se burlan de las mujeres con videos de baja estofa; en el que hay gente que se cree con autoridad para lanzar insultos y amenazas a los familiares de los jugadores (léase Caballero), en el que los hinchas les pegan a los simpatizantes rivales en las calles o despiden con escupitajos al técnico, el mismo que insulta a los rivales. Todas prácticas que están normalizadas.
Ahí nos damos cuenta de que no somos la potencia que creemos ser.
“El triunfalismo es muy malo, y en el fútbol a nosotros nos hizo muy mal. Varias veces pasamos de ser los mejores a los peores por un resultado, por un partido”, decía una vez Alejandro Sabella, técnico subcampeón mundial. Por razones difíciles de entender, los argentinos exigíamos el título a un equipo que anduvo a los tumbos desde hace años. Un plantel que por ahora es campeón del mundo en devorarse técnicos.