Hay algo que a la oposición política se le escurre: la eficacia. Pero al contrario de lo que suele pensar mucha gente, no es éste un defecto circunscripto a la camada actual de dirigentes.
Tampoco la Unión Democrática en los años ’40 y ’50, el balbinismo en el tercer gobierno peronista ni quienes se opusieron al peronismo neoliberal de Menem durante diez años y medio fueron demasiado eficaces: no pudieron evitar los desbordes ni desmontar la falacia de que la legitimidad de origen autoriza a gobernar como a uno se le da la gana, sin límites. Es decir, no pudieron contra lo que hoy se presenta como la jactancia del 54%, blandido para descalificar críticos.
Podría decirse que sólo aquellas oposiciones que practicaron un obstruccionismo avieso, supraparlamentario, incidieron de manera concreta sobre la marcha de los acontecimientos. Por ejemplo, contra Frondizi (a quien las 62 Organizaciones Peronistas le hicieron en 1959 una huelga general que desató una imparable ola de violencia callejera), contra Illia (desgastado y saboteado hasta desbarrancar la intervención militar, que Perón justificaría desde el exilio) y contra Alfonsín (sacudido por trece paros nacionales dispuestos por la rama gremial de un peronismo despechado que no terminaba de asumir su derrota en las urnas).
Ninguno de esos presidentes -por distintas circunstancias- pudo completar su mandato. La gobernabilidad, vaya noticia, incumbe también a quien se opone. Pero tampoco cualquier protesta significa desestabilización. Eso sí, el volumen del fastidio popular fermentado, dicho a la luz de la multitud que el jueves ganó la calle, es directamente proporcional a la ineficacia de la oposición representativa.
Por como está configurado el sistema político argentino es muy rara la ocasión en la que los opositores logran algo más que un pataleo testimonial. Sobre todo frente a proyectos avasallantes (como los superpoderes), trampas concentradoras (los presupuestos dibujados) o amenazas a los derechos humanos (la Ley Antiterrorista), asuntos despachados por la mayoría verticalista a libro cerrado.
Lo curioso es que, como si se hubiera despertado de un letargo, la oposición parlamentaria consiguió revelarse más eficaz que de costumbre apenas horas antes de que miles de personas ganaran las calles, hartas de que su voz no encuentre oídos en el Gobierno ni canales en el sistema. Puesta en contexto histórico, sobresale más la inteligente movida de la mayoría de los legisladores opositores de firmar el compromiso de votar en contra de cualquier proyecto que intente declarar la necesidad de una reforma constitucional.
¿Que fue una movida abstracta (o innecesaria por lo redundante, como dijera Lilita Carrió con rebeldía imperturbable)? Claro. Justamente allí está lo interesante: es una abstracción que bloquea otra abstracción. El kirchnerismo venía amasando la re-reelección mientras fingía de a ratos que el plan no existía porque la conductora nunca lo hizo suyo.
Lo que consiguieron los 28 senadores y 107 diputados que se comprometieron a no facilitar los dos tercios fue aprender de la historia. Ahora al kirchnerismo sólo le queda la opción de plagiar a Néstor Kirchner, quien en 1998, cuando en Santa Cruz carecía de los dos tercios para imponer la reelección perpetua, forzó una consulta pública y chau.