Hoy resulta que es lo mismo ser derecho que traidor, ignorante, sabio, chorro, generoso, estafador. ¡Todo es igual, nada es mejor, lo mismo un burro que un gran profesor!
Enrique Santos Discépolo, “Discepolín”, compuso el tango “Cambalache” en 1934, una década antes de la aparición del peronismo, movimiento del cual formó parte, y del que fue uno de sus grandes divulgadores populares a través de la radio, donde atacó a los “contreras” del peronismo hasta su muerte en 1951. A quienes consideraba los responsables de la ideología del Cambalache.
Aunque, como suele suceder en la Argentina, con los años y debido a sus evidentes excesos, el propio peronismo fue acusado de seguir e incluso perfeccionar el Cambalache. Pero esto en los últimos tiempos se llevó a los extremos a través de una concepción simplista y maniquea que no sólo acusa al peronismo de formar parte del Cambalache nacional, sino de haberlo creado. Que el peronismo fue el que introdujo la cultura del facilismo y del “todo es igual” en un país donde antes hegemonizaba una cultura del trabajo que con el advenimiento de Perón voló por los aires.
Sin embargo, en el país siempre convivieron en pugna las dos concepciones y casi siempre triunfó la peor sobre la mejor. Antes, con y después del peronismo y en casi las mismas proporciones.
Como lo dice con tanta brillantez este tango de los inmorales igualando en status social a los “giles” que creen que el pan se gana con el sudor de la frente y que son los que a la postre produjeron lo mejor de este decadente país, en el quinientos seis y en el dos mil también.
Discepolín siempre buscó formar parte de los laburantes y de los decentes y, equivocado o no, creyó encontrar en los años 40 en el peronismo esos valores que, según él, la década del 30 había abandonado por la decadencia del liberalismo, la caída del radicalismo y sin el advenimiento aún de nada nuevo.
Discepolín expresó, culturalmente, la misma contradicción que existe en nuestro poema mayor, el de José Hernández, entre dos expresiones que surgen del seno del pueblo: Martín Fierro y el viejo Vizcacha, el que lucha contra la injusticia social a través de la defensa delos valores tradicionales versus el que se acomoda a la injusticia. El que quiere inculcar la virtud versus el que desea inculcar el vicio entre las clases populares.
En fin, que se podrá discutir hasta el infinito (sobre todo en un país donde el pasado no deja de perseguirnos, lo cual nos impide sintetizarlo en vez de seguir enfrentando a unos contra otros) a que concepción política y/o ideológica le cabe mayor responsabilidad en el triunfo casi permanente del vicio sobre la virtud, pero lo cierto es que por encima de eso, tanto en el siglo XIX como en el XX, siempre se tuvo en claro donde estaba el bien y donde estaba el mal, conceptualmente hablando. Vale decir, unos podrían acusar a los otros de impulsar el vicio sobre la virtud, pero todos sabían lo que era el vicio y la virtud. Nadie se reconocía como el indecente, el chorro, el inmoral, y nadie los defendía conscientemente.
Eso es precisamente lo que ha cambiado en el siglo XXI. Ahora, en el nuevo Cambalache, al chorro se lo defiende conscientemente.
Es que se ha impuesto en cierto sector político una ideología que reivindica lo malo como bueno. Ahora ya no se trata de acusar de chorro al otro, sino de defender al chorro como un modo de resistencia contra el sistema. Algo muy raro, del cual tenemos en los últimos tiempos tres ejemplos muy concretos:
Guillermo Moreno, el destructor del Indec, dice: "Si algún muchacho quiero vivir de lo ajeno, bueno está bien, pero que lo haga con códigos. No me robés la billetera y me dejés la señora, con 60 años, tirada con fractura de cadera y cuando se recupera tiene 85 años. ¿Cuál es la gracia de eso?... Es la ley de juego. Tenemos que volver a principios y valores".
El cómico Dady Brieva habla del "respeto que le tenemos nosotros al oficio del chorro. Hay que tener un oficio, hay que tener know how para eso, no es para cualquiera".
Y el papista Juan Grabois asegura que "si me hubiese tocado la situación de tener que salir a juntar cartones a los 17, 18 años, yo estaría choreando de caño, no laburando".
Moreno reivindica al "chorro con códigos" como alguien con principios y valores. Brieva rescata como un laburante al chorro. Y Grabois cree que si él hubiera sido pobre, sería un chorro a mucha honra. O sea, los tres, en vez de defender al pobre que, aún sumido en la miseria por la injusticia social, sigue sosteniendo los valores de la decencia, la moral y el trabajo, reivindican al que se quiebra dedicándose al choreo. Y además lo ponen como un arquetipo épico social. El héroe ya no es el que labura día y noche como un buey sino el que vive de los otros, el que mata... o está fuera de la ley.
Uno podría pensar que esta defensa del chorro, no sólo como víctima sino como arquetipo del revolucionario que se rebela contra la injusticia afanando, podría ser la interpretación de tres trasnochados sin mucha entidad, pero ocurre que detrás de ellos está una ideología como la que defiende el jurista K Eugenio Zaffaroni, un abolicionismo extremo que politiza todo y que por lo tanto considera que el delincuente común, si está dentro del capitalismo es una víctima del sistema social, mientras que si comete el mismo crimen en una sociedad “liberada”, es un contrarrevolucionario.
Y el tema no sólo se manifiesta en la defensa del chorro como sujeto revolucionario, sino que avanza en muchas otras cuestiones. Discepolín se indignaba por una sociedad donde no hay aplazaos ni escalafón, mientras que en el nuevo Cambalache siglo XXI se defiende al aplazao y se desprecia al escalafón. Porque rendir exámenes de ingresos escolares o defender la meritocracia (vale decir el esfuerzo individual para progresar a través del mérito) son considerados vicios sostenidos por los que son de "derecha".
En fin, en esta etapa superior del Cambalache, ya no se trata de criticar los vicios, sino de convertirlos en virtudes. ¡Dale nomás, dale que va, que allá en el horno nos vamo a encontrar!