La desaparición del submarino ARA San Juan hace 11 días y la falta de cualquier indicio concreto sobre su paradero y la suerte de sus 44 tripulantes han llevado a que no sean días fáciles para el ánimo de los argentinos.
En Mar del Plata y mientras mantienen una angustiante guardia, a los familiares de los submarinistas ya no les quedan santos a quienes rezarles (tal como definió Jésica Gopar, la esposa del submarinista mendocino Fernando Santilli). La confirmación por parte de la Armada del registro de “un evento coincidente con una explosión” en la zona del último contacto con el submarino, no ha hecho más que intensificar el dolor, la angustia y la bronca.
Si son días duros para todos los argentinos, ni hablar para los camaradas de arma de los 44. "Sé que son marinos, y les quiero dar mi pésame. Parece que ya es un hecho que han muerto todos", irrumpe tímidamente y compungido un trabajador de El Refugio del Corfam (Centro de Oficiales Retirados de las Fuerzas Armadas de Mendoza) en el salón donde un grupo de oficiales retirados y un suboficial en actividad dialogan con Los Andes sobre su vida durante la calurosa mañana del viernes.
"¿Hay alguna esperanza?", acota casi en el acto. "Sí, yo todavía la tengo. Lo último que se pierde es la esperanza", responde enérgico y convencido Carlos Aruani (67), uno de los oficiales retirados mendocinos que participa del encuentro.
Al igual que la búsqueda, las esperanzas se mantendrán hasta tener certezas. Pero reconocen que el panorama es complicado. “Mal”; “muy mal”; “pésimo” son la contundentes y escalonadas respuestas de los 7 marinos -que decidieron compartir sus historias- ante la inevitable pregunta por los sentimientos que generan las noticias -o la falta de ellas- sobre el ARA San Juan.
“Se te cierra la garganta y dan ganas de llorar”, se explaya Escorihuela. “Hace unos días nació mi nietita, y la verdad es que sentí una alegría muy grande. Pero es una alegría acongojada”, acota Aruani.
“Lo que más me angustia es la posibilidad de que la gente que iba en el submarino haya llegado a sufrir el agotamiento de oxígeno”, resume también con tristeza Oscar Rodríguez, nacido en Martínez (Buenos Aires) pero radicado en Mendoza.
Profesión arriesgada
“Lo mejor de esta vida es la camaradería, la capacitación constante y los valores que se transmiten. Este espíritu de cuerpo no se encuentra en otro lado, y el mundo lo ha demostrado por estos días. Cuando ocurre un accidente como éste, estamos todos. Y llega la ayuda de otros países, no hay enemigos. Hemos aprendido lo que es la solidaridad”, destaca el oficial retirado Guillermo Escorihuela (70), con el asentimiento del resto del grupo.
“La camaradería es una característica que se da naturalmente. En el mar, todo es caballerosidad. Si te encontrás con un buque de otro país, se saluda arriando la bandera. Luego se vuelve a izar”, explica el suboficial en actividad Walter Reinoso (50), quien se desempeña en la dirección de Educación Naval y está especializado en Control Aéreo y Guerra Química. Reinoso participó de la Guerra del Golfo en 1990.
“Lo peor quizás es que a veces estás lejos de la familia, y la extrañás. La profesión es muy arriesgada, pero se hace apasionante esa capacidad de aliarse a la naturaleza y ser inteligente para salir adelante”, acota a su turno Miguel Ángel Pereyra (67), otro oficial retirado mendocino. “La profesión del marino no es para tener plata. Es pura voluntad y pasión, pero no para hacerse millonario”, resume.
Las motivaciones
A Aruani, Reinoso, Pereyra, Escorihuela y Rodríguez se suman en la charla Juan Manuel Masanas (78) y Mario Huici (63). La idea es conversar sobre la suerte del submarino, pero también reconstruir cómo es la vida de un marino.
“Uno termina amando la profesión y extrañándola”, sintetiza Escorihuela, quien ingresó a la fuerza en 1966 y aclara que periódicamente se reúnen.
“Mi motivación fue acompañar a un amigo que quería entrar. Yo estaba en Ciencias Agrarias y lo tomé como unas vacaciones. Cuando me dijeron que íbamos a ir a una isla, en lo primero que pensé fue en arena amarilla y cocoteras. Nada de eso estaba cuando llegué, pero me gustó”, rememora sonriente Escorihuela. Agrega que él quedó seleccionado, pero no su amigo.
“Le dije a un cadete que no quería entrar. Pero él me dijo que sólo 10% de los aspirantes entraba y que pensara que quizás Dios había querido que así fuera. Después me dijeron que aprovechara y que sólo el primer mes iba a ser difícil, pero me iba a servir para que me dieran por cumplida la conscripción. Claro que ese primer mes difícil se estiró a un año y más”, sigue.
“Mi primera navegación la hice en un remolcador en el Río de la Plata, y fue el primer embarco de chivato (en la jerga, vomitar). El Río de la Plata se mueve bastante feo. Pero en los años en la Marina aprendemos el espíritu del sacrificio. Cuando uno cree que no tiene fuerzas, saca de donde no sabía que tenía”, resume Escorihuela.
Aruani también es mendocino e ingresó a la fuerza en 1969. “Cuando tenía 8 años me eligieron el mejor boy scout mercedario y gané un viaje a Tres Arroyos. De allá fui a Claromecó, y allí vi un océano, el faro y un barco navegando y dije: ‘Eso quiero ser yo’”, rememora.
“Mi primer embarque fue en el patrullero King, un barco de 1939 que aún hoy está navegando. También llegué con la idea de una isla paradisíaca. Pero después te encontrás lustrando plomo”, dice entre risas, para luego repetir una máxima de la Marina: “Todo lo que se mueve, se saluda. Y todo lo que está quieto, se pinta”.
“Apenas llegás te surge una pregunta que después se repite en navegaciones que se complican: ¿Quién me mandó a hacerle caso al llamado del mar?. Pero en esos momentos valorás el espíritu de cuerpo”, resume quien también estuvo abocado al cuerpo de submarinistas.
Huici entró a la Marina en 1973: “Estando en cuarto año del secundario, un amigo quería ser oceanógrafo. Y se la pasaba hablando de que quería estudiar eso en la Armada. Me entusiasmé tanto con sus charlas que yo me anoté para ingresar. ¡Pero él se metió en Agronomía!”
“Afortunadamente la Marina se equivocó y me dejó ir a muchos lugares que no hubiera conocido de otra manera”, resume quien se retiró en 2010 como capitán de navío.
“Yo era la oveja negra de mi familia, pero mi hermano era abanderado. Le había llegado la propaganda para entrar a la Armada. Él no quiso saber nada, pero yo vi la foto y dije: ‘Con esto zafo y me olvido de seguir estudiando’. Aprobé todas las materias, me inscribí y entré”, cuenta risueño el bonaerense Rodríguez.
En 1967 entró a la fuerza y en 1973 vivió un episodio que lo marcó. “Tuve la desgracia de estar en un hundimiento en el Río de la Plata. Tuvimos una colisión y fallecieron 24 personas”, rememora quien se retiró en 1977.
Pereyra nació en Jujuy y de chico se mudó a Mendoza. “Con mi madre se dio una situación particular que ella me contó años después. Cuando estaba embarazada de mi hermana, quería que su hija fuera pianista. Mi hermana hoy está viviendo en Austria y hace música clásica. Cuando estaba embarazada de mí, quería que fuera marino. ¡Fue como si lo hubiera transmitido!”, destaca quien ingresó a la Armada en 1960.
En abril de 1982 llegó a Malvinas trasladando a los infantes de Marina para la guerra -entre ellos a Aruani-, y en 1984 solicitó el retiro.
“Entré de vago. No quería seguir estudiando y como mi ‘nono’ había vivido la Segunda Guerra Mundial en Italia arriba de los barcos, tenía curiosidad. Me anoté pensando que no iba a tener que estudiar tanto: ¡grave error!”, destaca por su parte Reinoso, quien ingresó en 1983.
“Nuestras familias también son particulares. Nos acompañan, sostienen permanentemente y sufren mucho. Es terrorífico lo que nos ignoran en nuestra propia Nación. No tenemos reconocimiento”, cierra resignado.
La mayoría, del interior
“En la Marina se ha dado una particularidad desde siempre: la mayoría de los integrantes de la Fuerza son del interior. De provincias mediterráneas, sin salida al mar. Muchas veces es el mar justamente lo que los atrae”.
En esta frase del suboficial Walter Reinoso (50) reposa una de las tantas razones que explican los motivos por los que no son pocos los mendocinos que se inclinan por esta rama de las Fuerzas Armadas.
En Mendoza, San Juan y San Luis hay más de 280 marinos retirados. A ellos se suman los que están en actividad. En todos, las vivencias y sentimientos no difieren demasiado, independientemente de la edad y la promoción.