Luz en las ventanas. Algunos siempre las hemos buscado en la noche. Es como un impulso natural. Volver del trabajo cuando la madrugada ha silenciado la calle y mirar hacia arriba. Para encontrar a alguien con el que sentirse sincronizado. No estamos solos. A partir de ahí, se abren las fabulaciones sobre lo que estará sucediendo al abrigo de cada resplandor. Un estudiante devorando apuntes la víspera del examen. Un bebé que reclama atención. Un enfermo. El preludio de un divorcio. El prólogo de un amor.
Una cena que se alargó. O un simple trasnochador. Ahora estas luces se han multiplicado. Pero las miradas se lanzan, sobre todo, de arriba a abajo. Y en cualquier momento del día. A la caza de personas, de vida. Convirtiendo la cita diaria de los aplausos en un grito común: estamos aquí. Vivimos. Y damos gracias. Porque las cifras nos oprimen el pecho. Sabemos que los números solo son números en las aulas. Cuando trascienden los datos de un muerto nos ahoga una sensación extraña, una mezcla de tristeza y culpabilidad. Lamentando la pérdida. Pero rezando para que la edad sea avanzada y el fallecido tuviera patologías previas, de manera que no cunda el pánico. Es imposible no sentirse miserable al intentar montar este escudo protector confirmando que esa persona que acaba de morir tenía otros padecimientos anteriores. Es inevitable no pensar después en aquellos que no pudieron acercarse a su familiar en la agonía, los que tuvieron que organizar un entierro bajo una nueva losa de tristeza y soledad, sin los abrazos, las palabras y las lágrimas de muchos que no pudieron acompañarlos. Es lógico dedicarle tiempo del día y de la noche a acordarse de ellos y de aquellos a los que la casa se les estará viniendo encima porque están solos o enfermos. O las dos cosas. Es imposible ponerse en la piel de los mayores que viven en residencias, o en la de sus cuidadores, o en la de sus familiares.
En el otro extremo de esta cuerda mental están los que libran la batalla cuerpo a cuerpo en centros sanitarios, tragándose su miedo y sus penas. Y los camioneros y repartidores que no descansan. Y los policías y los militares y los empleados de funerarias... Y quienes trabajan en supermercados y ponen Resistiré en la megafonía.
Nos hemos equivocado tanto… El coronavirus nos ha cerrado la boca. No es una bofetada. Un tanque nos ha pasado por encima. Hemos ido inflando burbujas, construyendo una cadena de complejos de superioridad. Eso pasa porque es China, decíamos aquí. Eso sucede porque es Italia y España, creían en Francia y Alemania. Eso les ocurre en la Europa continental, pensaban en el Reino Unido. Eso se descontrola porque es al otro lado del charco, opinaban en Estados Unidos. Hasta que «eso» fue «esto». Nos han recordado de nuevo que, en este mundo con varios corazones y millones de venas que llegan a casi todos los lugares, la fortaleza de todos la marca la parte más vulnerable. Quede esta epidemia como enseñanza para luchar contra otras enfermedades allí donde sea necesario, para apostar por la investigación científica, para no banalizar sobre las vacunas y para defender la sanidad pública. Las intentonas darwinistas de Boris Johnson adornan bien una noche de viernes de cualquier pub inglés. Solo eso. ¿Qué diría Winston Churchill del primer ministro? Johnson escribió una biografía del líder británico, pero se ve que no ha aprendido nada de sus discursos de la Segunda Guerra Mundial. «Lucharemos en los mares y océanos. Lucharemos con creciente confianza y creciente fuerza en el aire. Defenderemos nuestra isla, cualquiera que sea el coste. Lucharemos en las playas. Lucharemos en los aeródromos. Lucharemos en los campos y en las calles. Lucharemos en las colinas. Nunca nos rendiremos». Antes de empezar a rectificar, Boris dijo que poco más había que hacer que esperar la muerte.
Pero antes del coronavirus nos equivocábamos con otras cosas. Nos distraíamos con cualquier mosca sin reparar apenas en las mariposas, intentando tropezar con cualquier pequeña raíz para no disfrutar del bosque. Sin paladear lo exquisito de la normalidad. El café en la barra del bar. El sol en la cara.. El beso del que vuelve y del que se va. El cuchicheo cómplice. La ración compartida en la pulpeira. El viento. La grada del estadio. El rumor de pajarillos del parque infantil. Las parejas que se dan la mano. El bullicio de las terrazas. Las señoras que pasean del brazo. Las colas del teatro. Los cines. Las tiendas de flores. Las manos de la peluquera. Las caminatas. Ahora bajamos a comprar el pan y reducimos el ritmo porque en aquel cruce de calles que hay de camino resulta que se puede ver un trocito de mar.