La buena vida en Melbourne

No sólo es una de las ciudades con mejor calidad de vida del mundo, sino también de las más bonitas. Virtudes que se respiran entre rascacielos, vieja arquitectura victoriana y el agua del río y del mar. Un bonus track: el color de las comunidades inmigr

La buena vida en Melbourne

2013: Un estudio realizado por la prestigiosa revista "The Economist" cuenta que Melbourne, en el sureste de Australia, es la ciudad con mejor calidad de vida del mundo. Subjetivismos aparte, da para creer.

Fundamentalmente cuando uno desemboca en sus dominios y contempla y siente las virtudes de la segunda metrópoli más grande de Oceanía. Territorio donde el día a día es un agrado, con indicadores como la economía, el cuidado del medio ambiente, la limpieza, el transporte público y la seguridad, a los más altos niveles.

Ahora: ¿qué le importa esto al viajero, que apenas anda de paso? Sí que le importa. Porque al simple "vivir bien", le sigue el disfrutar estando, aprender de aquellos galanteos y llevarlos consigo a casa, sopesar los escenarios, sacar conclusiones, abrir la mente.

Y más cuando la experiencia viene colmada de una arquitectura atrapante (mixtura de modernidad en rascacielos espejados y años viejos en la elegancia de edificios victorianos), espacios verdes a montones, el desfilar del río Yarra decorando el asunto y hasta la playa y el mar. En fin, que además de cómoda y esos etcéteras, es bonita, pero muy bonita Melbourne. Hay que hundirle los cinco sentidos. Queda claro.

Por la médula urbana

Caminando por el centro ("CBD" para los locales), florecen en la mente dos pensamientos: Primero, que la mejor señal del bienestar de la capital del estado de Victoria está en la cantidad de inmigrantes que residen en ella y le colorean el cemento: los chinos, los hindúes, los italianos, los vietnamitas, los griegos, los libaneses y los malayos entre las comunidades más importantes.

Segundo, que el tenue movimiento de la médula urbana, poco tiene que ver con los cuatro millones y pico de habitantes que acusa el padrón.

Hay gigantescos edificios que charlan con las nubes, mucha empresa y gusto a capital, pero el deambular es de pago chico. Como si la logística urbana estuviera preparada para que así sea, mañanas, tardes y noches que cambian caos por satisfacción.

Así, amiga la circunstancia, mejor se disfruta el paseo, y la visita a los íconos locales cuyo estilo el Reino Unido trajo desde el primer desembarco en suelo continental (fines del siglo XVIII) y la fundación de la ciudad (1835).

En ese sentido, reclaman primera plana la terminal de trenes de Flinders Station, las Catedrales de San Patricio y de San Pablo, el Ayuntamiento, la Biblioteca Estatal, el Parlamento, el Mercado, el Tesoro, el Real Edificio de Exhibiciones, el Teatro Princesa y la Universidad de Melbourne.

Obras que en calidad maravillan, y en cantidad sorprenden: sólo Londres acoge más construcciones de estilo victoriano. Todas despliegan elegancia, flema británica, pintas de la alta alcurnia que la Reina de Inglaterra (quien todavía sale en los billetes y monedas australianos) y su corona, representan a nivel planetario.

Lo que poco brillo tiene son los vagabundos que malviven por las arterias principales. Más injusto es que la inmensa mayoría comparta rasgos físicos. Piel bien oscura, frentes y mentones que sobresalen, nariz ancha, pelo largo y enrulado, barba hecha una miseria, los ojos chiquitos, hundidos y tristísimos.

Son los aborígenes, los primeros habitantes de Australia. Los que este país de blancos venidos de Escocia, Gales e Inglaterra, y luego copado por inmigrantes de los cinco continentes, dejó en la banquina.

El impresionante museo de Arte Contemporáneo, en Federation Square, les hace algo de justicia, exhibiendo las joyas hechas con infinidad de puntitos que esta raza maldita le regaló al mundo.

Agua, verde y deportes

Pegado a esa esquina que es emblema, con Flinders Station y Federation Square, y al activo paso de los tranvías que siguen facilitando el moverse de la gente igual que antaño, aparece el Río Yarra.

Afluente que divide la ciudad en dos antes de morir en el Mar de Tasmania, y que embellece la panorámica a su paso. Por el agua andan los remeros, muy al estilo británico, y por las pequeñas praderas de verde que forman las orillas, locales que descansan contemplando la belleza del cuadro, los rascacielos con el verde de compañía.

Las pupilas alcanzan a contemplar el Eureka Tower (91 pisos y casi 300 metros, uno de los edificios más altos del hemisferio sur), el colosal Estadio Criquet Ground (templo del Fútbol Australiano, el deporte más popular en Melbourne), y el Rod Laver Arena (sede del Abierto de Australia de Tenis). Ya fuera de la visual, aunque físicamente cerca, están el Casino y el coqueto pero inerte Muelle.

A las espaldas, respira el Jardín Botánico Real. Inmenso y hermoso, es hogar de algunos monumentos que recuerdan a los soldados del país caídos en la Primera y Segunda Guerra Mundial.

Diversidad de especies vegetales, el pasto-alfombra y lagos marcan los días soleados. Lo mismo en el vecino Albert Park, dónde cada año se arma el circuito callejero de Fórmula Uno del Gran Premio de Australia.

Más alejados del centro se reparten los barrios, que más que barrios son ciudades, con idiosincrasia y estilo propio. Cómo Saint Kilda y su onda bien relajada, barcitos, locales bailables, palmeras decorando el bulevar principal, y la arena que besa al mar. El mar, siempre ahí, ungiendo de primores  las ciudades de Australia. Incluso a las que el adorno no les hace falta, como Melbourne.

Tenemos algo para ofrecerte

Con tu suscripción navegás sin límites, accedés a contenidos exclusivos y mucho más. ¡También podés sumar Los Andes Pass para ahorrar en cientos de comercios!

VER PROMOS DE SUSCRIPCIÓN

COMPARTIR NOTA