Bochorno tras bochorno, la primera ministra británica, Theresa May, habrá pensado como el presidente del Consejo Europeo, Donald Tusk, su contraparte en las intrincadas negociaciones del Brexit en Bruselas: “Me he estado preguntando cómo será el lugar especial reservado en el infierno para aquellos que promovieron el Brexit sin tener un plan para llevarlo a cabo”. A tono con Jean-Paul Sartre, May pudo haberse respondido: “El infierno son los otros”. Los propios y los extraños. Esos otros, entre los cuales no faltan conservadores como ella, estuvieron a punto de aprobar en la Cámara de los Comunes un divorcio conflictivo de la Unión Europea.
May salvó el pellejo. Era el camino al infierno. Moraleja: ni Brexit por las malas ni Brexit por las buenas. El acuerdo alcanzado con la Comisión Europea había sido tumbado en el mismo ámbito. Un Brexit por las malas, soñado por el excanciller Boris Johnson, implicaba retirar al Reino Unido no sólo de la Unión Europea, sino también del mercado común y de la unión aduanera. Uno blando, como el propuesto por May, contemplaba una zona de libre comercio y libertad de viajes para los ciudadanos de ambas orillas del Canal de la Mancha, pero no resolvía una cuestión clave: la frontera entre Irlanda (Unión Europea) e Irlanda del Norte (Reino Unido). Vital para Bruselas y Dublín después de los frágiles acuerdos de paz de 1998.
Los bochornos de May coincidieron con la decepción de Bruselas después de dos años de negociaciones infecundas. En Londres, el desgaste afectó tanto al partido de May, al cual su antecesor, David Cameron, quiso salvar con el referéndum de 2016 sin reparar en los daños colaterales, como al Partido Laborista, el de Jeremy Corbyn, empantanado entre el pedido de elecciones anticipadas para terminar con el gobierno de May y la convocatoria a un segundo referéndum que, en realidad, deslegitimaría al original (con un resultado ajustado: 52 contra 48% a favor del Brexit).
Las supuestas concesiones de la Comisión Europea, anunciadas por May después de su última reunión con Tusk, no convencieron. El backstop o salvaguarda en la frontera irlandesa hasta el 31 de diciembre de 2020 quedó en duda. Dos documentos, uno de 585 páginas, el de la retirada, y otro de 26, el de la declaración política, resultaron insuficientes frente a los detractores del Brexit por las buenas o blando, identificados con las siglas BINO (Brexit In Name Only, Brexit sólo de nombre), y a aquellos que pretenden imponer un Brexit a su medida, como si se tratara de la mejor solución para un divorcio en el cual, más allá de la exaltación del nacionalismo, paga el que rompe, como siempre.
El día después del infierno del Brexit mantiene en vilo a 4,4 millones de personas, 3,2 millones de europeos que viven en el Reino Unido y 1,2 millones de británicos que viven en el continente, así como a miles de empresas que no saben cuál será su estatus legal. El estatus legal que puso en duda el abogado general del Reino Unido, Geoffrey Cox. Su informe, previo a la primera votación, demolió los argumentos de May: “Los riesgos legales permanecen inalterados”. Las cuestiones técnicas derivaron en la pelea de fondo. La de los políticos que, como Doctor Fausto, le habrán preguntado a Mefistófeles qué hace un demonio en su cuarto, el recinto, y no en el infierno.