Brasil sufrió en extremo con la derrota de 7 a 1, de su Selección nacional frente a Alemania en las semifinales de la Copa del Mundo, pero las autoridades de Río de Janeiro suspiraron con alivio cuando concluyó el torneo, el domingo pasado, con la victoria alemana sobre el equipo argentino, en medio de protestas callejeras silenciadas y un despliegue de la capacidad de Brasil para organizar exitosamente actividades deportivas enormes.
“La Copa habría sido perfecta, excepto por la falta del sexto campeonato”, dijo la presidenta del Brasil, Dilma Rousseff, en un breve discurso en el Maracaná, el estadio convertido en zona militarizada cuando fuerzas de seguridad restringieron gravemente el acceso debido a la preocupación de que las manifestaciones pudieran interrumpir el partido final.
Los hinchas futboleros en Brasil, que tradicionalmente han visto a Argentina como su principal rival, parecieron satisfechos, en general, con el resultado del partido. Cuando Alemania anotó el único gol en el minuto 113, asegurando la victoria en tiempo extra, se lanzaron fuegos pirotécnicos por toda la ciudad. “El Papa puede ser argentino pero Dios es brasileño”, dijo Aldo Malizia, de 66 años, un brasileño retirado, usando un dicho para referirse a la nacionalidad del papa Francisco.
La rivalidad generó cierta tensión en las calles de Río.
“Los brasileños vitoreaban después de perder tan mal, con 7 a 1”, dijo Cristian Leyes, de 33 años, dueño de una pequeña agencia de viajes en Buenos Aires y uno de los cerca de 100.000 hinchas argentinos que llegaron al Brasil para el partido. “Siempre han sido nuestros rivales en el fútbol, pero esto va más allá de ser terrible. No tiene sentido”.
En el distrito playero de Copacabana, Carlos Abran, de 52 años, un doctor de la provincia de Santa Fe en la Argentina, quien llevaba puesta la camiseta de su país, dijo que alguien le hizo burla por la derrota de su Selección nacional. “Estoy enojado no por haber perdido ese partido”, dijo. “Lo que hace enojar es que no se entiende por qué el pueblo brasileño tiene que festejar nuestra desgracia”.
Aunque hubo informes de una riña entre brasileños y argentinos en Copacabana, un grupo de éstos parecía determinado a estar alegre el domingo por la noche, tocando tambores, cantando y bailando. “Vinimos desde muy lejos y nos vamos a divertir”, notó Lucas Mazzola, de 38 años, un empleado de un casino en la provincia de Córdoba. “Sí, esta derrota duele en el alma, me duele en el corazón”, agregó. “Pero nosotros, a pesar de todos los problemas que debemos enfrentar, somos un pueblo feliz”.
Las fisuras políticas del Brasil quedaron expuestas en el escenario mundial cuando los hinchas brasileños dentro del estadio abuchearon a Rousseff, quien contiende por ser reelecta este año, y lanzaron gritos ofensivos hacia ella. Encaró insultos similares en el partido de inauguración hace poco más de un mes; no asistió a ningún otro partido, lo cual refleja el desencanto, cada vez más generalizado, de su gobierno izquierdista entre algunos brasileños que son suficientemente prósperos como para haber podido pagar los boletos para los encuentros de la Copa del Mundo.
Las autoridades habían organizado lo que se puede calificar como uno de los mayores operativos de seguridad que haya habido en Brasil, con 25.000 soldados y policías que dieron a Río una sensación marcial a lo largo del día, con sirenas que sonaban y convoyes que detenían el tránsito.
Como a una milla del estadio, varios cientos de policías dispersaron violentamente una pequeña manifestación que, en gran medida, se centró en las críticas a cómo manejó la FIFA el campeonato y el creciente uso de operativos de inteligencia para infiltrar los movimientos de protesta.
“Las manifestaciones no han sido tan grandes debido a cómo ha tratado la policía a los manifestantes y cómo las han cubierto los medios; es muy negativo”, comentó Rebecca Tanuta, de 27 años, una estudiante, que ayudaba brindando asistencia médica a los manifestantes heridos. “La gente tiene miedo de salir a las calles o piensa que los manifestantes son solo rufianes”.
Aun cuando persistía la inquietud de que pudiera haber más problemas en las horas posteriores al último partido, la Copa del Mundo terminó, en gran medida, tal como se desarrolló en su transcurso, sin grandes complicaciones. En las semanas previas al campeonato, una ola de huelgas de empleados públicos y los retrasos en la terminación de las obras habían resaltado los temores sobre la organización de la Copa del Mundo por parte de Brasil.
En una especie de vuelta victoriosa, Rousseff cenó el domingo con un grupo de dirigentes extranjeros que habían llegado a ver el partido, incluido el presidente Vladimir Putin, de Rusia (que será el anfitrión del campeonato en 2018); la canciller Angela Merkel, de Alemania; el presidente Jacob Zuma, de Sudáfrica; el presidente Ali Gongo, de Gabón, y el primer ministro Kamla Persad Bissessar, de Trinidad y Tobago.
Brasil buscó ampliar su exposición internacional en la Copa del Mundo y también siendo anfitrión de la reunión de dirigentes de Rusia, India, China y Sudáfrica, todos integrantes del llamado grupo BRICS de países en desarrollo.
Sin embargo, el domingo pasado, muchos brasileños parecían concentrados en la política interna tanto como en el partido final del campeonato, después de que su gobierno utilizó enormes préstamos públicos para construir suntuosos estadios.
“Soy muchísimo más feliz ahora de lo que sería si Brasil realmente hubiera ganado”, señaló Gilson Bruno da Silva, de 28 años, un cantinero en el restaurante Copacabana. “Fue el mejor resultado posible porque, de otra forma, se nos habrían olvidado todos los problemas que tiene el país en este momento”.