Por Fernando Iglesias - Periodista. Especial para Los Andes
Corría el año 1983. En la Argentina se apagaba la Dictadura pero el secuestro y asesinato de dos dirigentes montoneros, Cambiaso y Pereyra Rossi, más una serie de señales preocupantes, hicieron temer un autogolpe. Fue entonces cuando un pequeño grupo de Derechos Humanos decidió enviar un emisario a San Pablo. Ese emisario tenía como objetivo el de entrevistar al ascendente líder del Partido dos Trabalhadores, Luiz Inácio Da Silva (Lula), hacerle un reportaje periodístico para la revista del grupo y aprovechar la ocasión para solicitarle apoyo del PT para el caso de una fuga apresurada debida a un eventual autogolpe de los militares.
El emisario era yo, y Lula me recibió en chancletas. Hablamos por tres horas en el nuevo local de la Central Unica dos Trabalhadores que estaban preparando para la inauguración. De manera que tuve el privilegio de hacer mi primer reportaje periodístico con el hombre afable, inteligente y querible que veinte años más tarde se convertiría en el primer presidente de origen obrero del Brasil y en líder de la octava potencia económica del mundo. En chancletas.
Aproveché también aquella estadía para charlar con buena parte de la que luego sería la conducción política del Brasil y quedé impresionado por su formación. Sin dudas, el PT estaba destinado a convertirse en la versión sudamericana de la SPD alemana, el legendario partido que abandonó el marxismo original para abrazar el reformismo y convertirse en faro de la socialdemocracia europea. Con un poco de suerte, me ilusioné, pasaría lo mismo en América Latina.
Fueron sueños de una noche de verano. Treinta años después, miles de fajos de dólares luego, casi todos los dirigentes petistas que entrevisté estuvieron o están en la cárcel, o están siendo procesados. No solo eso: el PT desperdició -no tanto como el kirchnerismo, es cierto- la mejor oportunidad histórica de sacar definitivamente al Brasil del subdesarrollo y dejó un tendal hecho de redistribución sin productividad, crecimiento sin desarrollo, atraso cambiario y recesión, clientelismo y niveles de corrupción nunca vistos en la larga historia de corrupción de la gran república federal sudamericana.
No. No estoy de acuerdo con la destitución de Dilma. No fue basada en un caso claro de corrupción y soy partidario, salvo excepciones muy especiales, de que todos los gobiernos -buenos, regulares, malos y peores- terminen su mandato. Aquí, en el Brasil o en la China. No estoy de acuerdo con la destitución de Dilma pero llamar “golpe” al impeachment es un despropósito, como lo hubiera sido también llamar golpe a la remoción del presidente Collor de Mello (1992), que el PT apoyó masivamente. El mecanismo aplicado contra Dilma es perfectamente constitucional y, por lo tanto, democrático, aunque haya sido usado inoportuna y abusivamente. Pero de golpe, nada.
Quienes así lo llaman denotan su ideología populista: la idea de que el único poder legítimo y democrático es el Ejecutivo, mientras que el Parlamento -ese “corazón vibrante de la democracia”, según Tocqueville, en el que están representados todos los partidos- es un mero apéndice destinado a cumplir funciones de escribanía.
Las recientes revelaciones del caso Odebrecht han mostrado los peores aspectos del fracaso del PT en constituirse una referencia política regional y mundial. Marcelo Odebrecht, ex CEO de la empresa, condenado a 19 años de cárcel por el Lava-Jato vinculado a las “propinas” en Petrobras, confesó que para obtener contratos por 12.000 millones de dólares en el Brasil y en otros 11 países su grupo pagó sobornos por 1.000 millones de dólares (otras fuentes dan cifras menores); y todo ello ocurrió durante las presidencias de Lula y de Dilma.
Los datos forman parte del acuerdo alcanzado entre la firma Odebrecht, el Ministerio Público Federal del Brasil, el Departamento de Justicia de Estados Unidos y la Procuraduría General de Suiza por el cual la firma provee información valiosa sobre las complicidades político-empresariales y acepta pagar una multa de 3.500 millones de dólares a cambio de un tratamiento penal más leve y de poder continuar con sus operaciones.
Significativa y aleccionadora es la actuación de las Justicias brasileña, suiza y estadounidense, sustentadas por una independencia judicial desconocida por estas tierras y por leyes “de arrepentimiento” que no están dejando títere con cabeza. En la Argentina, los 35 millones de dólares que fluyeron entre 2007 y 2014 significaron apenas el 12% de las ganancias obtenidas en el país por Odebrecht durante ese período.
Por eso es necesario que todos los empresarios argentinos que trabajaron con Odebrecht -desde Benito Roggio a Angelo Calcaterra- abran los libros a la Justicia y ofrezcan las explicaciones correspondientes. Pero si queremos vivir en un país donde la corrupción sea la excepción y no la regla, también es imprescindible que los cinco jefes de gabinete de los que el ministro Julio de Vido dependió entre 2007 y 2014 -Alberto Fernández, Sergio Massa, Aníbal Fernández, Juan Manuel Abal Medina y Jorge Capitanich- declaren si fueron cómplices o si son ciegos. Muy especialmente aquellos que se presentan como renovadores del peronismo y la política. No vaya a ser que quieran renovar relaciones con Odebrecht y el sistema de la “propina”.
La lista completa de las coimas pagadas por Odebrecht en Latinoamérica arroja una luz siniestra sobre las relaciones internacionales en la región. Curiosa sorpresa, los dos países extranjeros que recibieron los flujos mayores de coimas fueron la Argentina de los Kirchner y la Venezuela de Chávez. En el Brasil, Odebrecht pagó directamente 349 millones de dólares y 250 millones a través de su filial, la petroquímica Braskem. Pero otra cifra es la más reveladora. La mayor coima fuera de Brasil fue pagada en Venezuela, “aproximadamente 98 millones de dólares en pagos corruptos para funcionarios de gobierno e intermediarios para obtener o mantener contratos de obras públicas”, según el Departamento de Justicia estadounidense.
Y bien, por años, a medida que mi desilusión con Lula y el PT aumentaba, me pregunté por cuáles motivos un país de las dimensiones, el poderío y la tradición diplomática del Brasil había alentado el surgimiento y expansión de esa excrecencia política que fue el chavismo. ¿Por qué tanta tolerancia con las persecuciones a la oposición, la represión de las manifestaciones estudiantiles y la ostentosa corrupción de la burguesía bolivariana? ¿Por qué tanta foto con abrazo entre Lula, Dilma y Chávez? Los 98 millones de dólares de coima pagados en Venezuela por la mayor empresa constructora brasileña, con fuertes conexiones con la más alta dirigencia del PT, acaban de aportar una posible respuesta.
Así está hoy el Brasil, reculando en chancletas. Con una economía que parece haber parado de caer pero no se sabe cuándo va a arrancar, responsable en buena parte de los fracasos del Mercosur y demás iniciativas de integración regional, y dirigido por una clase política en la que pocos creen y en la que cualquiera puede ser el próximo alcanzado por la explosión de revelaciones y corruptelas. Triste final para un proceso político que supo tener a Lula como un líder de alcance mundial y despertó las esperanzas de reconciliar crecimiento económico y justicia social en millones de seres humanos. Tchau, querida. Tchau, querido.
La falta de transparencia en la financiación de los partidos y, en particular, de las costosísimas campañas presidenciales, y la codiciosa inmoralidad de sus funcionarios fue su punto débil, su talón de Aquiles, su punto de no retorno; y no está dicho que, si los escándalos continúan, la gente pase de “¡Fora Dilma!” a “Que se vayan todos”. Que tomen nota los senadores peronistas que bloquearon hasta la modesta reforma electoral que en la Argentina planteó el Gobierno.