Entre todas las entrevistas que se publicaron en diario Los Andes en los años 60, esta que rescatamos hoy tuvo algo que rompió con todos los moldes.
El que la escribió era un joven, dinámico e inquieto periodista llamado Rodolfo Braceli, dueño de un estilo muy particular y novedoso.
La "novela-entrevista" (así la llamó) fue publicada el domingo 24 de octubre de 1965 y tuvo una gran repercusión en los lectores, porque mostraba al gran escritor Jorge Luis Borges en una faceta íntima.
La llegada del autor de El Aleph a la IV Feria del Libro le permitió a Braceli este encuentro. A continuación, transcribimos sus momentos más destacados.
La entrevista
Si no me atendía debida, detenidamente, lo iba a increpar. Le iba a decir sin rodeos: “Borges, ¿usted qué se piensa... acaso, usted se cree que es Borges?” Pero no hubo necesidad.
Iba a entrevistarlo sin mucho optimismo. Con prevenciones. Tenía miedo de que Borges se creyera Borges y me concediera sólo unos pocos minutos.
Había razones valederas para que alimentara esos prejuicios. El Premio Nobel estaba en danza y bien podía ocurrir que la paloma de la noticia coincidiera con la entrevista. Además, tenía conciencia de que iba a dialogar con un personaje importante.
Porque Borges, además de Borges, de poeta, de cuentista, de estudioso del anglosajón del siglo IX y de letrista de milongas, además de todo esto, digo, es una esquina en el debate cotidiano de nuestra cultura nacional.
Es la esquina donde fatalmente chocan dos colectivos, dos temperamentos, dos concepciones de la realidad, dos grupos sanguíneos. Es la esquina donde desembocan y se aplastan mutuamente los fervorosos elogios y las violentas negaciones. Es un extraño personaje al que unos detestan. Al que otros admiran. Al que algunos detestan con admiración. Es, por eso, un tema. Por todo esto tenía miedo de que Borges se creyera Borges. Y estaba dispuesto a increparlo. Pero, repito, no hubo necesidad.
"Habitación 52"
Me atiende en la habitación número 52, del primer piso de un hotel céntrico. Antes del par de minutos de conversación me ruborizo, avergonzado por mis falsas prevenciones preliminares. Empiezo a darme cuenta de que el tan esperado reportaje se vuelve sobre mí mismo, se convierte en una de esas mil pequeñas novelas que nacen y mueren diariamente en la calle cotidiana. Me resisto levemente. Pero es tarde. Dejo que el azar me gobierne, disponiendo de esa hora que comienza a deslizarse.
La primera pregunta es tonta, convencional: “¿La literatura argentina tiene personalidad, perfil propio? ¿Cuál es su grado de internacionalidad?”. Sale, a lo sumo, para tantear el terreno y entrar en calor. Por eso, ya mismo la entierro.
Defecto argentino. La segunda pregunta es menos convencional: definición del hombre argentino centralizada en su mayor defecto y su mayor virtud. Borges responde sin demora: "El mayor defecto del argentino es la timidez, la indecisión, es el no querer jugarse por una causa. Ese defecto ciertamente no lo poseíamos en el siglo pasado –N. de la R.: se refiere al siglo XIX– cuando rechazamos las Invasiones Inglesas...".
(...)
–Y la virtud del argentino, ¿cuál cree que es?
–Es, me parece, la hospitalidad. El hecho de que a los argentinos nos interesa lo que ocurre en todas partes del mundo... creo que en cierto modo –y esto puede deberse a la relativa pobreza de nuestra tradición– nosotros somos menos provincianos que los europeos y quizá que los americanos del Norte. Nosotros sentimos que nuestra herencia es todo el pasado occidental y, por qué no, oriental también.
La tercera pregunta es peligrosa. Puede ahuyentar a Borges, sustraerlo, replegarlo, inhabilitarlo para la siguiente. Pero es imprescindible. Opto por la mayor simpleza: “¿Borges, usted cree en Dios?”. La primera frase de su respuesta me hace pensar que el reportaje se ha desplomado. Pero luego de dos puntos suspensivos suspiro anímicamente. El diálogo puede ser.
–La palabra Dios es tan ambigua que es difícil contestar... Si la palabra Dios significa un individuo, para llamarlo de algún modo, que vive fuera del tiempo, que vive en la eternidad y no en lo sucesivo, en lo temporal, entonces no estoy seguro de creer en Dios... Pero si la palabra significa, como dijo el pensador inglés Arnold, ese algo en nosotros que está de parte de la justicia, entonces sí creo que a pesar de todos los crímenes, hay un propósito moral en el mundo, que existe una conciencia ética, aunque no iría tan lejos como Stevenson, que afirmaba que sin duda las hormigas tienen una conciencia ética.
–Señor Borges... ¿y de las mujeres qué me dice?
–Creo que a mí me preocupan demasiado las mujeres, aunque tengo 65 años. Pero eso podría decirse de todos los hombres. Creo que razonablemente deberíamos pensar menos en ellas. Sin embargo... ellas tienen una suerte de magia... Esto lo sentí especialmente en España, en donde prevalece la tristísima costumbre de reuniones, tertulias, de hombres solos, sin una mujer, lo cual me pareció insólito, melancólico y hasta aburrido. Aunque algunas amigas mías me dicen que para ellas las reuniones de mujeres son igualmente insostenibles. Lo cierto es que hay algo que hace atrayente el dialogo con una mujer. Debe de intervenir siempre, de algún modo, lo erótico. Si no ¿por qué esa magia tan especial? El hecho de ver, de ser atendido por una mujer, ya nos introduce en esa magia... aunque "ver", para mí, sea una metáfora, porque no veo.
(...)
Suena el teléfono. Mientras Borges habla, lo miro. Traje negro de líneas blancas. Su voz es nasal. Su pronunciación irregular. A veces encima varias sílabas. Corrige su gramática oral como si estuviera sobre el papel. Dice: “...hay probabilidad de que viaje hoy, mejor dicho hay posibilidad de que viaje hoy”. El bastón no se aleja de él. Es callado. Pero de silencio amable.
Recupero la atención de Borges con otra pregunta:
–Si volviera a vivir de nuevo ¿ordenaría su vida de un modo semejante? Le pregunto esto porque recuerdo que usted escribió que era un hombre que había leído mucho y vivido poco.
–Creo que viviría de igual modo. Mi destino es ese. Además esa frase estaba basada en una falsa oposición entre vivir y leer, como si leer no fuera una de las maneras de vivir. Lo mismo que cuando se pregunta si el artista debe cumplir con la realidad... pero si el artista es parte de la realidad y hasta con el tiempo más real que la realidad. Shakespeare y Cervantes, con su Macbeth y el Quijote, son ejemplos claros, aunque trillados. Los autores han desaparecido, pero no sus personajes. Yo, por ejemplo, no he estado en batallas como mis antepasados, pero quizá tengo una vida no menos intensa que ellos, en otras cosas...
–¿Recuerda alguna experiencia especialmente intensa que haya vivido?
–Sí, el haber estado once días y once noches de espalda con los ojos vendados, en una habitación a oscuras con una temperatura de treinta y tantos grados, sabiendo que si me movía podía quedarme ciego. Esto, que fue terrible, lo recuerdo de un modo abstracto. No ha dejado mayor marca en mí. Es un recuerdo de, a lo sumo, unos minutos...
(...)
–¿Cuáles cree que serán las páginas suyas que se salvarán?
–Creo que hay un cuento que se llama El sur... que no me ha salido mal, y un poema, El poema de los dones... quizá algún otro cuento, el de aquel hombre que tiene una memoria infinita, ese compadrito oriental que muere muy joven abrumado porque no puede olvidarse de nada, Funes, el memorioso. Tal vez esto sea lo menos deleznable de lo que he escrito, pero ciertamente no puedo saberlo yo...
(...)
–¿Qué significado tiene el tango paralos argentinos?
–Tiene un significado que no he alcanzado a averiguar. Estando en Texas un amigo paraguayo me hizo escuchar discos argentinos que a mí me desagradaban, por ejemplo La cumparsita, Flaca, fané, descangallada, El organito de la tarde, en fin, esos tangos que a mí me parecen realmente atroces. Me gusta otro tipo de tangos: El choclo, El poyito, El apache argentino, Noche garufa... Bueno, mientras escuchaba y pensaba en que todo eso era una miseria, de igual manera que el Martín Fierro, los lagrimones me rodaban en la cara... es decir que había algo en mí que gustaba de todo eso, mientras mi inteligencia estaba condenándolo. Es un misterio y dejémoslo así.
(...)
–Otra cosa, rápido: ¿cuál es la fruta que más le gusta?
–Bueno, esta pregunta... ha de tener una explicación psicoanalítica que rechazo de antemano. Pero contestando con toda humildad y sin saber cómo, en este momento estaría descubriendo secretos de mi vida antes del nacimiento... diría que la fruta que más me gusta son las uvas, comería uvas todo el año.
No, seguro que no había intención psicoanalítica en la pregunta. Pero Borges me alertó. Satisfecho por el descubrimiento me dije: muchos se han preguntado por qué Borges no ha escrito nunca novelas. Y aquí está la causa: si hubiese respondido "me gusta la uva" sería novelista. Pero dijo "uvas" y es cuentista. Ama las partes del racimo, no la totalidad. Enseguida añado a mi deducción: con mucho menos se elabora una tesis doctoral...
(...)
–¿Cuál es el autor que influyó más violentamente en su vida?
–Yo contestaría de dos modos: en primer termino creo que no hay autor que no haya influido en mí, aun aquellos que no he leído, aun aquellos que no me gustan. Pero si tuviera que elegir uno adoptaría a Chesterton aunque Bernard Shaw fue mejor escritor que él. Pero ‘uno’ no imita a quien quiere sino a quien puede. También he aprendido bastante de Kafka, aunque fue inferior a los dos anteriores. Pero repito, uno escribe como puede, no como quiera...
Me distraigo de nuevo. No es culpa de su corbata. Son los ojos de Borges, verdes, cristalinos, transparentes. Si me asomo, deduzco, es posible que le vea los suburbios del alma y sus peces, los pensamientos. Decido sumergirme por sus ventanitas. Veo flotar muchas cosas. Ante todo, como una viborita, una frase no dicha. Veo un zaguán al que le falta un zócalo. Veo a un malevo que frente al espejo ensaya gestos, tratando de incorporar una nueva arruga que dé prestigio a su frente. Veo a un irlandés tomando mate con Facundo Quiroga. Veo a Chesterton comiendo un sandwich desmesurado. Veo a Bernard Shaw que con unas tijeras muy afiladas empieza a cortar el césped de una casa muy inglesa; es decir, muy verde. Pero pronto arroja la herramienta porque comprueba que el césped es de material plástico. Veo, finalmente adentro de Borges, al mismísimo Borges que de cuclillas come uva y mira...
Salgo de las profundidades de Borges. Vuelvo a la otra realidad, a la de afuera. Me está explicando qué es para él el acto de la creación. Tengo que apurar el paso para alcanzar sus palabras: "...para mí es como un alivio como un olvidarme de mí mismo o acordarme de lo que me sucede de un modo muy íntimo. Al escribir o contar una confidencia ya no soy actor sino espectador, lo que equivale a aquellas palabras de Machado: 'cantando la pena... la pena se olvida'".
(...)
Freno el entusiasmo de Borges, en este momento completamente niño, con un interrogante sólo abordable en este estado de gracia:
–Borges, ¿qué opina de la vida?
–La vida es una palabra que abarca tantas cosas... No sé si permite una opinión. En este momento es agradable para mí. Yo creo que no transcurre un día en el cual un hombre pasa por estados de desesperación o estados de exultación o felicidad. Algo de eso tiene que haber habido tras la conciencia de Joyce cuando se le ocurrió escribir una novela ilegible por cierto, el Ulises, que ocurre en 24 horas. El místico inglés Blake iba más lejos, creo que él daba un minuto o sesenta minutos y lo decía en lenguaje metafórico. En un minuto, por ejemplo, hay sesenta palacios, hay sesenta cárceles...
Retorno a la habitación del hotel. Advierto que quedan pocos minutos de diálogo. No los malgastaré:
–Borges, diga, ahora, algo para los que vivan en octubre del año 2000?
–Yo les aconsejaría que se olvidaran de Borges y de todo lo que escribió.
(...)
Instalados en el ascensor descendemos un piso. Formalmente el reportaje ha terminado. Pienso: hay dos o más Borges. lo sabe. Ha apresado a un par de ellos. Yo descubrí a otro. Lo descubrí sin querer. No es mérito. Es beneficio del azar. ¿En qué consiste ese Borges? No lo diré. Aquí está, entreverado en el reportaje. Pero, por favor, no me pidan que lo delate con una mayor explicación. No quiero que Borges lo sepa. Se trata de no romper con la inocencia de la criatura. No, no quiero que Borges se entere de este nuevo Borges: porque él sabe mucho sobre sí mismo. Pero se salva y se salvará por lo que ignora.
Estamos en la vereda. Voy a despedirme. Para cuando mi mano va en busca de la suya, dormida en el bastón, me retengo. La sumerjo en el bolsillo.
Me invade el temor del ridículo. Temo que Borges no me conozca. Como hay varios Borges a lo mejor éste,el de la vereda, no es el mismo del hotel. Y no me reconoce. Y me toma por averiado mental.
Por eso no me despido. No vaya a ser que me equivoque de Borges...
El porqué de su visita
La Cuarta Feria del Libro quedó inaugurada el 14 de octubre de 1965 por el entonces gobernador Francisco Gabrielli, en la sala de conferencias de la biblioteca San Martín.
Su primer expositor fue Jorge Luis Borges. El evento tuvo una característica muy peculiar ya que se reunieron las más importantes figuras de la literatura nacional de aquel momento.
Encontramos a Jorge Luis Borges, Antonio de la Torre, Silvina Bullrich, Marta Lynch, María Angélica Bosco, José Edmundo Clemente, Leónidas de Vedia, Emilio Villalba Welsh, Fermín Estrella Gutiérrez, Marta de Villarino. Entre otros expositores, se presentó la sanrafaelina e íntima amiga de Borges, Susana Bombal.
Además, por varios días se presentaron Hosanna Cavazzana, Nélida Salvador, Betina Edelberg, Magdalena Harriague, Angélica, Fuselli, Gustavo García Saraví, Oscar Hermes Villordo, Juan Pinto, Horacio Armani, María Esther Vázquez, quienes disertaron en ese local.