Hace un año se anunciaba que la Presidenta sufría un cáncer de tiroides y que sería operada el 4 de enero. Aquella terminó siendo, paradójicamente, una buena noticia. Cristina fue intervenida con éxito, se repuso a entera satisfacción y después se informó que la enfermedad tan temida nunca había existido. Terminó siendo una chapucería médica, política y comunicacional pero nada parecía importar demasiado:
Cristina estaba en el tope de su popularidad, recién reelecta con el 54% de los votos, y todo le sumaba. Pero después, ya sin Kirchner y sin campaña electoral, sobrevino su primer año de gobierno efectivo. Tantos desequilibrios se venían acumulando y tanto se hizo mal, que hoy parece que todo le resta. No era tanto ni es tan poco, pero cambió el clima.
Más allá de la inflación y la inseguridad, de los cacerolazos o saqueos, de la tragedia ferroviaria de Once o los atropellos a la Justicia, pareciera que ni la Presidenta, ni su tropel de adulones -algunos trabajan de ministros y secretarios en sus ratos libres- atinan a salir del laberinto que ellos mismos se crearon. Porque el resto de los actores, con contadas excepciones, apenas si alcanzan para hacer de extras, y sin meter un solo bocadillo, en esta película desenfrenada, tan argentina.
Quizás haya algo relacionado a la soledad del poder, mucho más desde que la Presidenta perdió demasiado temprano a su esposo y jefe político. Del núcleo duro de las decisiones del primer kirchnerismo sólo perdura Carlos Zannini, incombustible, que viene del tiempo lejano de los sueños y ambiciones en Río Gallegos. Pero los espacios que quedaron vacíos nunca se ocuparon de modo permanente. Este poder es receloso, desconfiado: son todos subordinados y ninguno es socio.
Los que tienen acceso a cierta intimidad del Gobierno cuentan que hay nuevos inquilinos en ese círculo de privilegio: son los diputados y jefes de La Cámpora, Andrés Larroque y Eduardo De Pedro; y el productor televisivo y propagandístico Diego Gvirtz, creador de ciclos de difusión del relato oficial. Ellos, además de Zannini, son hoy los consejeros que más escucha la Presidenta. Cada cual es libre de extraer sus conclusiones acerca de la calidad, profundidad y eficacia de este equipo.
El estilo de conducción de Cristina, heredado de Kirchner y perfeccionado, sólo permite protagonismos fugaces. Los cambios de humor presidencial son letales. Una insidia contada oportunamente, una acción que la Presidenta considera desafortunada, una actitud que no condice con la voluntad de inmolación que se exige a todo buen soldado de la causa, termina tarde o temprano con el rayo que fulmina.
Eso le pasó a Jorge Argüello, el descabezado embajador en Washington que entró en picada desde finales de setiembre, cuando sólo consiguió una modesta convocatoria para una reunión que le ordenaron preparar con petroleros. Allí, el jefe de YPF, Miguel Galuccio, y el poderoso viceministro Axel Kicillof, debían desplegar sus dotes de encantadores de serpientes buscando alguna inversión consistente para la petrolera estatizada.
Argüello, cuentan sus amigos en Buenos Aires, había avisado que la tarea era difícil: el mundo no se atropella para poner plata en YPF. El embajador venía haciendo un trabajo silencioso para mejorar la imagen argentina ante los congresales del Capitolio, acercándoles un flujo constante de buenas noticias sobre el país. Pero los tiempos corrieron a un ritmo distinto al que esperaba y aquí no se acepta un no como respuesta.
Promediando diciembre Cristina, sin hacerle avisar, envió a Guillermo Moreno a Estados Unidos para acortar distancia con los petroleros. Kicillof puso en la comitiva a Cecilia Nahón, su discípula y ahora nueva embajadora. El plato envenenado estaba servido. Argüello tuvo que comerlo bocado por bocado.
Ahora, aseguran, está evaluando cuánta ganancia política le puede reportar la embajada en Lisboa que le asignaron. Un destino soñado para diplomáticos que quieren vivir en una bellísima y tranquila capital, con abundantes gastos de representación disponibles pero menos que un premio consuelo para quien había conseguido un lugar en las grandes ligas: primero Nueva York como embajador ante la ONU, después Washington. Así paga al cristinismo. Algunos se dan cuenta cuando ya es tarde.
Quizás experimente una sensación parecida la familia Alperovich, propietaria del poder en Tucumán, que había conseguido una interesante ramificación en Buenos Aires. El escándalo provocado por el fallo del caso Marita Verón, con la absolución de los 13 acusados, eclipsó feamente al gobernador José Alperovich, que ya tenía algún cortocircuito con la Casa Rosada por el reclamo de fondos demorados.
En el Gobierno señalan que todos los jueces de ese tribunal tenían vinculación con el poder tucumano y que la pobreza de pruebas en el expediente se relaciona con las complicidades entre política y policía en negocios sucios como la trata de personas. Nada que no se supiera de antes, pero que el cristinismo descubre ahora con inocencia virginal porque hay que sacarse de encima cualquier vestigio del escándalo.
Además, las desafortunadas expresiones de Beatriz Rojkés de Alperovich sobre el caso Marita Verón y las mujeres atrapadas en las redes de trata, terminaron de alejarle la simpatía de Cristina. La señora de Alperovich había sido premiada hace un año con la jefatura provisional del Senado y un lugar en la cadena de sucesión presidencial, como reconocimiento a la lealtad de su marido. Algunas de sus escasas apariciones desde entonces tuvieron el signo del desprecio a las personas de condición más humilde, a las que virtualmente se responsabiliza por las miserias que sufren. Un pensamiento propio de aristocracias advenedizas, provincianas y no tanto, que otras personas en su condición se cuidan de revelar. Véase, si no, la extrema prudencia y la corrección política de la Presidenta en estos asuntos.
La señora de Alperovich puede perder la presidencia del Senado y el que suena para el cargo es Miguel Pichetto, jefe del bloque oficialista y un político de raza que ha servido al peronismo desde distintas identificaciones internas.
El obstáculo para el ascenso de Pichetto no es su involucramiento en la pelea interna de su provincia, Río Negro, que tanto influyó en los saqueos de Bariloche, la semana pasada. Esos disturbios prendieron la mecha de episodios similares en otros municipios del país, generalmente gobernados -vaya causalidad- por opositores al poder central o peronistas independientes.
El problema mayor de Pichetto es el secretario general de la Presidencia, Oscar Parrilli, quien vigila que ningún político patagónico fuera de los Kirchner alcance demasiada relevancia. Malas lenguas, que abundan, apuntan que así Parrilli disimula su propia debilidad: él también es patagónico pero nunca pudo colar al peronismo de su provincia, Neuquén, en el juego del poder local.
Tercer dato de la desgracia tucumana: el ministro de Salud que eligió Cristina, Juan Manzur, también entró en el tembladeral. Con licencia como vicegobernador de Alperovich para permanecer en el gabinete nacional, está alcanzado por un caso de presunto enriquecimiento ilícito que pronto se lo puede llevar puesto.
Quizás sea oportuno que funcionarios y legisladores se vayan mirando en el espejo de Felisa Miceli, la ministra de Economía que Kirchner puso en lugar de Roberto Lavagna y que ahora, con el kirchnerismo todavía en el poder, terminó condenada a cuatro años de prisión porque no pudo explicar de dónde salió el montón de billetes que apareció en el baño de su despacho.
Si llega a haber naufragio, es bueno ir sabiendo que los botes salvavidas no alcanzan para todos.
Los botes salvavidas no alcanzan para todos
Hace un año, la Presidenta parecía capitalizar todo. Hoy, todo le resta. Rodeada por un tropel de adulones, sufre la soledad del poder.
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