La sensación de haber llegado demasiado tarde, de que el "poeta fuerte" (en inmediata precedencia o en impiadosa contemporaneidad) ya lo ha escrito todo, es parte de lo que famosamente Harold Bloom describió como "la angustia de las influencias". De Borges, que la suscitó en su momento, podría suponerse que dejaba al menos liberado un género, el de la novela. Y sin embargo, no fue así. Acaso porque, como señaló Alan Pauls, Borges escribió, no una obra, sino una literatura, es decir, una totalidad; y cada uno de sus cuentos, para el caso, parece funcionar como un todo en potencia. Su declarada preferencia por la economía verbal y narrativa se resuelve en todo caso así, menos como un despojamiento que como un poder de contracción y densidad; ese todo que no se despliega, ni en explicaciones psicológicas ni en irrelevancias, se encuentra sin embargo ahí.
Aun escritores fuertemente experimentales en las novelas, como Joyce o como Faulkner, lo fueron mucho menos, o no lo fueron nada, a la hora de escribir cuentos. Borges logró ser innovador en ese género. Y produjo entonces lo que toda ruptura artística produce en un principio: descolocación, perplejidad. ¿Qué era Pierre Menard, autor del Quijote, qué era "Examen de la obra de Herbert Quain", como había que leerlos? Y antes aún, ¿qué eran esos pequeños textos de "Historia universal de la infamia". Esta clase de ruptura desconcierta a los lectores, en lugar de confirmarlos; a veces hasta cabe considerar que se dirigen a un lector que todavía no existe, que hay que construir. De Borges puede por eso decirse que creó, además de una literatura, también a su lector.
Pero no hay ruptura sin tradición, ni sin una tradición de ruptura. Por lo demás, en Borges la tradición ocupa un lugar evidentemente decisivo; aunque no como objeto de preservación y atesoramiento, sino como invención y reinvención. Es decir, no a la manera de los tradicionalistas, sino a la manera que a los tradicionalistas consterna: la que plantea, por ejemplo, en "El Sur"; la de las dos reescrituras de Martín Fierro; la de su famosa mitología orillera.
Los vanos prejuicios que, con frecuencia, se aplicaron sobre Borges, según lo que se sabía o se creía saber sobre él y sobre su vida, impusieron a su literatura la idea de que en ella faltaban el impulso de la intensidad vital, el sello de autenticidad de lo vivenciado, el vínculo primordial con las experiencias. Esos prejuicios, como todos los prejuicios, obstruyeron las lecturas, las fijaron de antemano. Y en cierto modo demoraron el reconocimiento del lugar fundamental que en sus cuentos se da a las pasiones y a las violencias, al sexo y a la muerte infligida. Así, con toda evidencia, en "La intrusa" o en "Emma Zunz", en "El Sur" o en "Hombre de la esquina rosada", incluso en "El aleph" (sobre todo si se piensa "Help a él", de Fogwill, extremando el texto de Borges, y no invirtiéndolo, que es como se lo lee a menudo). La cristalización convencional, enfatizada en demasía, de un Borges filosófico, metafísico, cerebral, conceptual, el Borges de las matemáticas y de las geometrías, no tendría por qué hacer que se pase por alto la dimensión pasional, sentimental, corporal de sus relatos (el pudor, donde lo haya, no mitiga esos desbordes: es un modo de afrontarlos).
La clasicidad de los cuentos de Borges no radica hoy en su poder de inhibición, sino al revés, en su productividad, en su poder de suscitar escrituras (así como el poema de José Hernández motivó alguna vez las suyas propias). Borges persiste y es clásico en cuentos como "Diagonal sur", de Jorge Consiglio o "El aleph engordado", de Pablo Katchadjián. Ahí se expresa su vigencia literaria real, no en haberlo embalsamado para después pasear su momia en homenajes tan solemnes como huecos.