Ni siquiera Héctor Veira recuerda cuándo, cómo y en qué circunstancia definió al sitial de los entrenadores del fútbol argentino como “la silla eléctrica”, pero la frase le fue aplicada a él mismo en abril de 1998, cuando tambaleaba su puesto como entrenador de Boca y mantuvo una reunión con un representante de Mauricio Macri en la cual ofrecía su disposición a presentar la renuncia con la intención de descomprimir el ambiente tenso generado por una continuidad de malos resultados. Tras un llamado telefónico entre las partes, fue el por entonces presidente xeneize quien lo expresó posteriormente: “Veira tiene razón cuando dice que ser técnico es como sentarse en la silla eléctrica”.
Boca, por entonces, venía de ganarle a River, pero la sensación de triunfalismo chocaba con la realidad de la anémica cosecha de títulos en los años anteriores: apenas el Apertura ‘92, bajo la gestión de Tabárez, había servido para romper una racha de once años sin festejos; sin embargo, en 1998, esa coronación se veía lejana. Semanas después, ya consumada la desvinculación del “Bambino”, la puerta se abrió para Carlos Bianchi. Y ya se sabe qué pasó. El Virrey fue el primer DT en desenchufar la silla para transformarla en un confortable sillón.
Por aquellos años, Martín Palermo había tomado la decisión de vestir la camiseta de Boca antes que la de River, cuando en 1997 era la figura más atractiva que ofrecía el mercado argentino debido a su ya encarrilada función de goleador.
Quince años atrás, aunque parezca ciencia ficción, los jugadores consagrados en el país se quedaban aquí en vez de partir a edad temprana hacia el fútbol europeo. En ese mismo ‘97, a Boca llegaban Diego Maradona (pocos meses después abandonaría la actividad en el entretiempo de un superclásico en el Monumental; su reemplazante fue el veinteañero Juan Román Riquelme) y Claudio Caniggia.
El delantero surgido en Estudiantes prefirió la Ribera antes que Núñez y, más allá de que su carrera con la azul y oro siempre estuvo ligada al éxito, supo ver cómo un desfile de entrenadores cumplía el ciclo de inicio, desarrollo y final, a veces en apenas una cuestión de meses.
Luego de su consagración internacional, en noviembre 2000, con sus goles en Tokio contra el Real Madrid en la final Intercontinental, el “Loco” tuvo abiertas las puertas para el mercado español y pasó tres años y medio (2001/ mediados de 2004) entre el Villarreal, el Betis y el Alavés. Tras su retorno a la Argentina, debió acostumbrarse a la etapa post Bianchi, con una sucesión de entrenadores tales como: Miguel Brindisi (3 meses), Jorge Benítez (8 meses), Alfio Basile: (12 meses), Ricardo La Volpe: (3 meses), Miguel Russo (doce meses), Carlos Ischia: (18 meses), Alfio Basile: (6 meses), Abel Alves (4 meses), Roberto Pompei (2 meses), Claudio Borghi (6 meses) y Julio Falcioni (12 meses).
En su nueva profesión de técnico y tras haber sonado su nombre en varios clubes, fue Godoy Cruz el que le dio la oportunidad de debutar. Encima, luego de un empate ante Quilmes, en el Malvinas, su primera aparición resonante a escala nacional en su flamante profesión fue ni más ni menos que en la Bombonera, en diciembre pasado, en un partido en el que el propio estadio se convirtió en un virtual cabildo abierto con los hinchas reclamando la salida de Falcioni y pidiendo por el reingreso de Bianchi, lo cual finalmente se concretó.
El propio Martín inclusive, trató de abstraerse aquella al clima previo de exposición pública al cual había quedado adherido a partir del tour mediático que había realizado su antagonista Riquelme, quien había vuelto a tener espacio en los medios luego de un silenzio stampa de aproximadamente 170 días.
Hoy, apenas con cuatro partidos oficiales como DT del Tomba (un triunfo, dos empates y una derrota), sobre Palermo se comenzó a leer el sábado pasado - vía redes sociales - una serie de mensajes que empezaban a generar un estado de desánimo respecto de cómo se desarrollaba su performance como técnico… con sólo dos meses y medio, con un parate vacacional y el trabajo de la pretemporada incluidos.
El gol salvador de Rodrigo Salinas disipó los malos humores y trajo una sensación de desahogo luego de once fechas sin victorias, a la par de desatar un festejo propio de un logro mayúsculo. Eyectado desde el banco de suplentes, Palermo se sumó a la celebración cual si fuera uno de sus grandes momentos dentro del campo de juego. A sólo un par de minutos del final, ese tiempo pareció un siglo hasta concretarse un hecho que se hace solo un lugar en la historia del Titán: su primer triunfo como entrenador.
En el “Potro” hay motivos suficientes como para que Palermo realice asociaciones de pensamiento a momentos clave de su propia vida. Salinas surgió en Villa San Carlos, un club tradicional del ascenso ubicado en Berisso, ciudad lindera a La Plata. A pocos kilómetros se halla Ensenada, donde el club de fútbol dominante es Cambaceres; allí, en esa otra geografia tan cara al sentimiento platense, funciona el Astillero Río Santiago, todo un emblema de la zona.
En Río Santiago, cuya máxima referencia es la construcción de la Fragata Libertad (a principios de los ‘60), trabajó el padre de Palermo durante 51 años, habiéndose constituido en un activo militante en la defensa contra el efecto de las privatizaciones de los ‘90. Cuando Carlos hablaba del tema en las mesas familiares, Martín iba incorporando el concepto de la lucha y el no bajar los brazos a pesar de las contingencias desfavorables. Su padre siempre destaca que en aquellos momentos se dio cuenta que el mensaje de resistencia iba siendo internalizado por el incipiente jugador de divisiones inferiores de Estudiantes de La Plata.
Hoy día, Salinas es un futbolista que Palermo detectó en su primer contacto con el plantel tombino, allá por noviembre 2012. Lo hizo jugar en los minutos finales del partido contra los cerveceros, en el Malvinas, y ahora, contra Unión, el atacante de 1,86 mt (apenas un centímetro más bajo que el DT) le respondió con un gol crucial que le abrió paso a una de las semanas más tranquilas que se recuerde en la Bodega desde setiembre del año pasado (1-0 a Estudiantes).
En ciento ochenta y pico de segundos, el fútbol es una caja de resonancia de sentimientos encontrados. Un empate frente al equipo de peor rendimiento en primera división (25 partidos sin ganar) le hubiera abierto el ingreso a fantasmas que tienen que ver con la permanencia en la categoría y ya no en la esperable etapa de transición hacia la consolidación de un proyecto entre cuerpo técnico y plantel.
Se advertía fácilmente en la previa al juego del sábado, tanto en las conversaciones de café como en el pensamiento que se transmite sin término medio vía redes sociales. La imagen de Martín, si se quiere hasta bonachona y apacible, podía quedar atrapada en las telarañas de lo que hoy comúnmente es la aplicación de un verbo inédito, de extracción psicológica: psicopatear.
El avance progresivo de términos en la vida cotidiana que tienen que ver con la intriga, el hostigamiento, la persecución y el atosigamiento forman parte de un abuso psicológico de hecho, de consecuencias poco menos que irreversibles en la permanencia de un vínculo entre las partes.
Palermo, aquél “optimista del gol” que definiera Bianchi tan certeramente en tres palabras, tiene claro que pudo haber elegido dos caminos para coronar su exitosísima carrera como jugador: uno, el cómodo de las apariciones mediáticas, publicitarias o de inauguraciones de obras, aprovechando su imagen social recibida con beneplácito por el ciudadano medio; el otro, el de las presiones, las tensiones y la permanente sensación de tener su cabeza expuesta a la guillotina de la demanda canibalesca del inconsciente colectivo argentino.
Ya se sabe cuál eligió. Y cuál es su máxima aspiración: al igual que el Virrey, desenchufar la silla eléctrica hasta convertirla en un sillón acogedor.