Bienvenido Club Atlético San Lorenzo de América

La victoria continental se celebró a pleno en el barrio de Boedo, el lugar de pertenencia azulgrana más emblemático.

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Camisetas al vuelo, torsos desnudos, frío polar, madrugada, San Juan y Boedo antiguo, el hincha que cruza la esquina de rodillas, el hincha que nada en el mar de sus propias lágrimas, el hincha que vuela aún sin alas, el hincha, los hinchas, la energía poética del gen azulgrana, el tranvía que impacta al chico de la cuadra, el cura Lorenzo que protege, la canchita de tierra, los botines de tierra, la Buenos Aires huérfana de 1908, los pibes descalzos, el contraste con la Buenos Aires opulenta de zapatos de cuero también en 1908, esa Buenos Aires lejana que se toma vacaciones en París, esa Buenos Aires que le da la espalda al hogar que crece en Almagro, esa Buenos Aires que no se interesa por esas caritas adolescentes que comunican su decisión: "lo llamaremos San Lorenzo, padre". Y así fue. Y así es: San Lorenzo de Almagro. Desde ahora, también, San Lorenzo de América.

Y entonces se suman las olas sanlorencistas, disfonía múltiple, cuerdas vocales al borde del quiebre, voces bloqueadas por la emoción, grito visceral, llanto en cataratas, y esa figura que emerge en silencio, ese tal Pedro Bidegain, décimo hijo de una familia vasca que escapó de la guerra, obrero ferroviario y luego de frigorífico, que descubrió el yrigoyenismo surgente en medio de influencias socialistas y anarquistas, ese tal Pedro Bidegain, militante a tiempo completo y luego diputado, que se internó en el norte chaqueño para denunciar la trata de blancas con mujeres surgidas de los pueblos originarios en 1927, ese tal Pedro Bidegain encarcelado en el penal de Ushuaia y que a los 46 años muere tras un cáncer de pulmón, el mismo cuyo ataúd fue llevado a pulso durante diez cuadras en el barrio de Boedo, ese tal Pedro Bidegain, negado por la historia oficial y cuyo nombre lleva el estadio.

Ya no hay dique que contenga esa marea de gotas azules y rojas, que salpica paredes y veredas hasta teñirlas de azul y rojo, porque se alza la vista y hay estrellas azules y rojas, porque se baja la vista y hay empedrado azul y rojo, y es el tiempo de los escritores, magos de la palabra, poetas innegociables, y es el tiempo de los actores de raza, transformando el fondo de la casa en teatros de ensueño, y es el tiempo de los músicos, del dos por cuatro al rock en su garage y de la canción pegadiza transformada en himno de la escuela de tablones, y es el tiempo de que todas las voces todas conviertan en estruendo un grito que molesta al cuidadoso de las formas, y es el tiempo de que todas las manos todas destrocen las murallas simbólicas que siempre intentaron apropiarse de la identidad cultural de una barriada que supo combinar libros, tango, murga, carnaval y fútbol como emblema de su identidad.

Saltan, se abrazan, tropiezan, se levantan, brazos en movimiento acompasado, rondas nocturnas en el asfalto, aquél que se trepa al semáforo, aquél que se bambolea entre las ramas del árbol, aquél que agita desde el balcón, aquellas de camiseta ajustada, aquellas que lucharon por su espacio propia, aquellas que se ríen del qué dirán, y se siguen sumando, corren, se resbalan, caen, vuelven a levantarse, y se restablecen, como esa esperanza que se abrió en diciembre de 1979, tras esa maniobra venal de la dictadura con sus socios cómplices, el Viejo Gasómetro clausurado, cerrado, demolido, y ese peregrinar por canchas ajenas, y esa moneda sobre moneda que llenó alcancías nacidas en el sentimiento, y esa vocación cuerva de hacer posible lo imposible, sin ayuda de nadie, moneda sobre moneda, sanlorencismo genuino, ladrillo sobre ladrillo, hasta que el Bajo Flores se convirtió en la casa nueva, la sucursal de Boedo, del no lugar a la casa propia.

Y allí están, desparramando pasiones sin autocensura, agrandando la hermandad cuerva, la resistencia cuerva, el fervor militante cuervo, la consumación de la alegría cuerva, y allí están, otra vez, habitando el planeta cuervo sin límite geográfico, con la eterna promesa de volver a tierra santa, como si alguna vez se hubieran ido, pero no, si allí están, sobrevolando ese espacio que supieron construir, agitando las alas cuervas, hasta recibiendo el guiño cómplice de Jorge, el del Vaticano, y convenciéndose, definitivamente, de que el teatro de los sueños volverá a erguirse en Boedo empujado por millones de esperanzas que sobrevivieron gracias al ecosistema creado bajo una consigna: renacer, siempre.

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