Barcelona, Nueva York, San Pablo, Qatar, Riga, Buenos Aires. Las ciudades se suceden unas a otras, como un atlas electrónico que se extiende sobre la pantalla. El orden alfabético no importa, sólo interesa el horario de salida.
Así es como se ordenan estos remotos lugares en la pantalla. Los vuelos se renuevan, la información y los pasajeros también. Hay bienvenidas y despedidas pero no dejamos de estar en unos de esos no lugares de los que habló Marc Auge. Los carteles en inglés, los espacios climatizados, las tiendas y los restaurantes de cadena no hacen más que despistar al viajero. Podría ser Lima, Toronto… pero es París.
Los aeropuertos son sitios que siempre me han sorprendido, en especial aquellos gigantes como Barajas en Madrid, Changi en Singapur o Merino Benítez en Santiago de Chile. No deja de maravillarme que durante unos minutos o unas horas, tantas y tan distintas personas compartan el tiempo y el espacio, para luego quedar nuevamente separados por cientos de kilómetros, por lo menos.
Personas de diferentes edades, condiciones, razas y religiones, se dan cita como si de una reunión de la ONU o un anuncio de United Colors of Benetton se tratara.
Cada uno tiene su tarjeta de embarque, su destino y su razón para viajar: trabajo, estudio, vacaciones, familia, amigos, compromisos, reencuentro o escapada, algunos van, otros vuelven, porque sobran las razones para subirse a un avión. Pero mientras tanto, todos esperamos una llegada o una partida, en el mismo sitio: el aeropuerto.
La ciudad que dejamos atrás funciona como un vértice desde el cual se desprenden otras ciudades, nuevos lugares, más destinos. En pocas horas desde este punto alzarán vuelo aviones que lleven a los pasajeros a diferentes latitudes, husos horarios y hasta estaciones.
Algunos van al verano, otros al invierno, con algunos destinos se pierden horas, con otros se recuperan.
Hasta que ese momento llegue, hay algunos que dejan pasar el tiempo y otros que corren para que no se les pase. No hay punto medio en estas gigantes maquinarias que tienen los pies en el suelo y la mirada en el aire.
Sin embargo, mientras se espera el vuelo, se pasea por el duty free, se hojean revistas o se toma un café, compartimos el mismo tiempo y el mismo territorio como presos de un hechizo que sólo el despegar romperá. Ni hablar cuando ya estamos subidos al avión, ese artefacto que pareciera regirse por un tiempo y espacio propios o justamente por hacer caso omiso de ambos, como si se pusiera en pausa nuestra vida, un paréntesis que dura lo que dura el vuelo.
Una vez que estamos allí, suspendidos en el aire y como único contacto con el exterior la minúscula ventanilla, no queda más que dejar el tiempo pasar. Algunos leen, otros duermen, están quienes quedan inmersos en alguna pantalla y están aquellos que, lejos de las convenciones sociales que sobran en tierra firme, durante estos trayectos aéreos se inclinan a la confidencia, de cosas cotidianas, banales o hasta íntimas.
Las palabras afloran; el que va cuenta sus expectativas, el que vuelve narra sus anécdotas. En estas conversaciones el entusiasmo de uno y la experiencia del otro se cruzan, el frenesí por llegar y el cansancio que acompaña el regreso, todo tiene lugar en estas conversaciones aéreas.
Aunque también desaparecen las palabras una vez que terminan las razones aleatorias que nos han hecho estar juntos, otro hechizo que se rompe cuando se ponen los pies nuevamente en suelo firme. Para algunos en ese espacio intermedio empieza el viaje, para otros comienza la despedida.
Territorio de opuestos, esperas y sentimientos a flor de piel, así son los aeropuertos.