Durante décadas, los argentinos (y otros latinoamericanos) nos hemos referido despectivamente a algunas naciones hermanas de América Central, como "republiquetas bananeras". El dominio económico y la influencia política que decisivamente ejercían las multinacionales del banano y otros frutos tropicales (la desaparecida y tristemente célebre United Fruit, por ejemplo) instalaron y cristalizaron en la conciencia colectiva de nuestra sociedad la idea de que Honduras, Nicaragua, El Salvador y Guatemala (Panamá y Costa Rica las excluyo por otros motivos) eran Estados dominados por dictaduras asesinas a las órdenes de aquellas empresas, lo cual tornaba inviable una construcción republicana y democrática. De ahí el mote de "republiquetas" con que eran estigmatizados.
El tiempo pasó y no ha sido en vano. La región centroamericana avanzó en la superación de los catastróficos efectos de guerras civiles (El Salvador, Nicaragua y Guatemala), en la recuperación de porciones territoriales bajo soberanía extranjera (el Canal de Panamá con los tratados Torrijos-Carter), en la erradicación de dictaduras militares y en la instalación, muy imperfecta todavía, de sistemas políticos democráticos, acompañados por algún populismo pseudoprogresista (Nicaragua). Existen aún males endémicos, presentes también en buena parte de Sudamérica, entre ellos, principalmente, la corrupción extendida, generadora de desigualdad social, pobreza extrema y violencia.
Sin embargo, la sociedad guatemalteca, dando un gran ejemplo -replicado en Sudamérica por la sociedad brasileña- se movilizó desde hace meses contra esa enfermedad que corroe las bases de la convivencia social y destruye las instituciones que la deberían hacer posible. Esa movilización permitió, primero, que la vicepresidente fuera destituida, procesada y encarcelada. Ahora, el presidente ha corrido la misma suerte; está arrestado. Sin embargo, se ha ajustado a derecho, poniéndose a disposición de los jueces. El Congreso, por unanimidad, le aceptó la renuncia -con lo cual posibilitó el juzgamiento-, y designó al nuevo vicepresidente para completar el mandato. Esta situación indica dos cuestiones centrales: que la institucionalidad funcionó, en el Poder Legislativo y en el Judicial; y que esto fue posible porque la sociedad dijo a los poderosos: ¡basta de corrupción! Sin presión social fuerte, firme y continuada que la cuestione, hay que tener muy en claro que la corrupción de los gobernantes manda, embrutece, enferma y mata, y termina siendo impune.
Sin duda, a Guatemala le queda un larguísimo camino por recorrer para superar sus problemas, pero lo esencial ya lo tiene; esperemos que no haya retrocesos y que sea reforzado, es decir, que funcionen las instituciones republicanas y los poderes sean independientes.
Como contrapartida, los otrora "orgullosos" descalificadores, hacemos el camino inverso, inmersos en una espiral descendente de decadencia. La Argentina, después de muchos años, ha desarrollado un poder político hipercentralizado (una autocracia cuasi monárquica); un Congreso de levantamanos convertido -al menos en el Senado, alguna vez "Honorable"-, en aguantadero de condenados y procesados; y un Poder Judicial profundamente colonizado, con varios jueces y camaristas federales dispuestos a satisfacer los deseos del jefe político a cambio de determinados favores, o por simple cobardía, o porque esconden secretos non sanctos. Hay un fiscal de la Nación muerto violentamente después de denunciar al gobierno, sin que conozcamos aún, ocho meses después, el resultado de la investigación que demuestre cómo murió (aunque íntimamente la mayoría de los argentinos tenemos la certeza de que fue asesinado) y existe una multiplicidad de denuncias de supuesta corrupción y presuntas vinculaciones de funcionarios con el crimen organizado.
Las respuestas del Poder Judicial se resumen en causas que duermen el sueño eterno o jueces y fiscales que son barridos y cambiados por amanuenses del poder, que clausuran esas causas molestas. Agreguemos las sólidas denuncias de fraudes electorales en los feudos del norte; el aumento de la pobreza y la desnutrición infantil y de adultos; las mentiras del Indec; los fuertes crujidos de una economía que está al límite; el nepotismo practicado con impudicia; las fronteras desguarnecidas; la inoperabilidad absoluta de las Fuerzas Armadas, aislados del mundo (aunque aliados a dictaduras, autoritarismos y totalitarismos variopintos), y un largo etcétera.
Por eso, de corazón, como ciudadano argentino y como latinoamericano, presento mis respetos a la sociedad guatemalteca y doy la bienvenida a la República de Guatemala por su ingreso al conjunto de Estados Constitucionales de Derecho de las Américas, con el deseo de que se mantenga en el camino emprendido.
Paralelamente, no me queda otra alternativa que llorar por ti, soberbia Argentina, y poner en blanco sobre negro que muy probablemente, desde diferentes países americanos, comenzarán a bautizarte como la nueva "republiqueta argenta".