I. El sospechoso
No sin asombro uno imaginaría esta travesía: en el verano de 1941, Bertolt Brecht recorrió de punta a punta la Unión Soviética; viajó cientos de kilómetros en el transiberiano, desde Moscú al otro extremo, Vladivostok. Desde ahí, tomó un barco que cruzaría el océano hasta California, donde viviría en Santa Mónica, muy cerquita de Hollywood.
Él, desterrado de la Alemania de Hitler, había terminado en el otro lado del mundo. Ahora “él era uno más entre los muchos escritores que trabajaban para Hollywood con horario de oficina, compitiendo por escribir la mayor cantidad de tonterías por jornada”, tal como explicaría alguna vez Eduardo Galeano.
Nunca fue contradictorio sino todo lo contrario: íntegro, tanto como para ir más allá de cualquier dogmatismo. Independiente siempre: libre, libérrimo.
Tal como definió un artículo del diario Clarín en ocasión del centenario de su nacimiento, en 1998, Brecht fue siempre un artista sospechoso.
Es que, cuando en pleno furor macartista sus obras eran acusadas en Occidente de ser marxistas, y por eso eventualmente se censuraban, en la Unión Soviética provocaba desconfianza su plena libertad creadora, que nunca permitió limitarse a ciertas exigencias estéticas marxistas (el realismo social a toda costa). Una mirada sospechosa se tendió sobre él.
Y tal fue el destino de otros artistas emparentados al marxismo: el caso de Serguéi Eisenstein es emblemático. De él, mañana se cumplirán 70 años de fallecido. De Brecht, hoy, 120 años desde que llegó al mundo.
II. El personaje
El tiempo quizás haya sepultado esa sospecha de la que hablábamos, pero no el conjunto de mitologías y discusiones que rodean aún la vida de Bertolt Brecht: que registraba obras de otros como suyas; que a contrapelo de toda poesía proletaria había escrito un poema publicitario para una empresa automotriz; que sus secretarias se volvían sus amantes y sus amantes sus secretarias.
Sea como fuere, de él vienen citas que ciertamente iluminan: “El arte no es un espejo para reflejar la realidad sino un martillo para darle forma”. “La crisis se produce cuando lo viejo no acaba de morir y cuando lo nuevo no acaba de nacer”. “Las madres de los soldados muertos son jueces de la guerra”, escribía.
Nacido un día como hoy con el nombre de Eugen Berthold Friedrich Brecht, en 1898 en Augsburgo (Alemania), llegó a ser el poeta y dramaturgo más importante del siglo pasado en lengua alemana.
Desde niño se inclinó por el arte, el artificio y lo extravagante. Tocaba el laúd y era un genio del ajedrez. Y ya en el bachillerato dejó en claro una visión innegociable de las cosas: se “animó” a decir en un ensayo que la frase “Dulce y honorable es morir por la patria” (del poeta latino Horacio) era una propaganda, y que todos los que creían en ella eran unos tontos. Fue castigado y sólo gracias a la intervención de su padre y un profesor es que evitó el castigo.
Se casó joven, y dos veces. Primero en 1922 con Marianne Zoff, cantante de ópera, y luego con la actriz Helene Weigel, con quien permanecería casado hasta su muerte en 1956, a los 58 años, y quien quedaría luego con el deber de conservar y difundir su obra.
De adolescente había empezado a estudiar medicina, pero tuvo que abandonarla para “servir” en la Primera Guerra Mundial. Y siendo un adolescente también se definió como comunista, aunque nunca se afilió al partido.
Cuando ascendió el nazismo, se convertiría un vagabundo en el exilio: Londres, Finlandia, Dinamarca, Moscú y Estados Unidos, donde trabajó (sin ningún éxito) en la “fábrica de sueños” de Los Ángeles. Luego volvería a Alemania donde mantendría, junto a su esposa, un teatro.
Y tuvo favores curiosos: en 1955, recibió el Stalin de la Paz, un reconocimiento que luego cambiaría, de nombre, a Lenin. Era el gran premio a los intelectuales comunistas, que recibieron también Pablo Neruda y Pablo Picasso, entre otros.
III. El héroe
Bertolt Brecht supo que la literatura, en un poema o en una pieza teatral, tenía siempre una responsabilidad: la de esclarecer aspectos de la realidad.
En una de sus obras más famosas, “La ópera de tres centavos” (con música de Kurt Weill, que en Mendoza tuvo una estupenda versión en 2016, dirigida por Kameron Steele para el Seminario de la Facultad de Teatro de la UNCuyo) denunció la decadencia moral de la burguesía alemana.
Hipocresía, injusticia y corrupción; la escena sórdida que Otto Dix inmortalizó desde la plástica y que aquí Weill reflejó con melodías simplonas, intencionalmente vulgares y una instrumentación grotesca. Se convirtió en un clásico del teatro musical.
Y la denuncia sería, como en toda postura crítica en el arte, una vocación. Rechazó los dogmatismos y elevó muy alto el valor de la tolerancia, cuando el mundo se desgarraba en dos posturas inconciliables.
Escribió “Tambores en la noche”, “En la jungla de las ciudades”, “Santa Juana de los Mataderos”, “Terrores y miserias del Tercer Reich” y “Galileo Galilei”. Con ellas pulió una teoría que pretendía distanciar la mirada del espectador en ciertos momentos, para privilegiar la transmisión de un mensaje. Así pasó a la historia como teatro épico.
Pero no nos confundamos con esa palabra: él desconfiaba del poder seductor de los héroes. “Desgraciado el país que necesita héroes”, pensaba.
Ellos, en última, servirían siempre para agudizar los nacionalismos.
Y Bertolt Brecht, que estuvo por encima de la Cortina de Hierro, podría ser uno de ellos, si nos lo permite: cultivó el heroísmo de las palabras.