Berlín, de memoria

Berlín, de memoria
Berlín, de memoria

Berlín es una de las ciudades que más me han impresionado: por amplia, por tranquila, por histórica, por carnal. En gran parte reconstruida después de la II Guerra Mundial, es una capital para disfrutar caminando: veredas anchas, espacios verdes, prolija arquitectura clásica y moderna conjugadas en equilibrada armonía.

Asimismo, constituye uno de los escenarios urbanos más significativos del siglo XX e inevitablemente conserva vivas capas de memoria de lo ocurrido en sus calles; memoria también presente en construcciones simbólicas fascinantes. Es que atravesar la Berlín contemporánea implica visitar memoriales y monumentos levantados sobre restos de muros y torres de vigilancia soviéticas, construidos a su vez en calles y entre edificios nacional-socialistas, a metros de esa Puerta de Brandenburgo secuestrada alguna vez por los ejércitos napoleónicos.

Entre los fantasmas nacional-socialistas que habitan Berlín, el primero que detuvo mi marcha fue la Bebelplatz, allí donde los estudiantes nazis quemaron los amenazantes libros de la biblioteca de la Universidad Humboldt en 1933. Casi imperceptible, en el centro de su explanada el caminante puede encontrar una ventana que apenas permite adivinar bibliotecas subterráneas pálidas y vacías. Junto al sutil pero no por eso menos desgarrador memorial, también se revela una placa que cita la triste frase del poeta Heinrich Heine, que ya en 1820 adivinaba que donde se quemaran libros se acabaría quemando hombres.

La presencia de la historia y la memoria en Berlín brota desde todos sus rincones: en los bunkers subterráneos que sirvieron de refugio a los civiles durante el bombardeo inglés, en el Monumento a los Judíos Asesinados en la Shoá, pensado para que cada visitante pueda caminarlo, sentirlo y pensarlo por sí mismo: experimentar el abismo.

También gotea memoria el macizo e imponente edificio del actual Ministerio de Hacienda, en el que funcionaron cronológicamente el Ministerio Nazi de Aviación y el Ministerio de Trabajo de la Alemania del Este. Si bien hace décadas que las banderas con esvásticas fueron descolgadas de su fachada, la memoria cinematográfica permite imaginarlas en uno de los pocos edificios que quedó en pie después de la guerra.

Ha sobrevivido en uno de sus laterales un largo mural que pinta ideal y propagandísticamente el sueño obrero del período comunista, a cuyos pies se extiende la fotografía de una huelga de trabajadores de la época. Imágenes todas que hablan a gritos y disparan mudez.

De los restos de los tiempos soviéticos, aún descansa erguida la gigantesca torre de televisión que reproducen los imanes y remeras que se venden como souvenirs. Inútilmente visible desde cualquier punto cardinal, no podría simbolizar mejor la carrera sin destino que implicó la Guerra Fría.

Quedan también escombros del Muro, desperdigados por la ciudad: como memoriales, como atractivos turísticos, como galerías de arte callejero vergonzosamente arruinadas por manchas de la tinta que revelan una ausencia de conciencia histórica francamente aterradora.

No es difícil dar con una plaza bajo los tilos que exhibe dos grandes estatuas de Marx y Engels, donde todos se retratan en fotogramas de materialismo histórico y los más nostálgicos dejan flores o, tal vez, una lágrima. No resulta menos inquietante caminar bajo los maniquíes que miran desde las vidrieras de los luminosos centros comerciales de Alexanderplatz, con la paradójica sensación de estar pisando el mismísimo asfalto del final de la Historia del que tantos hablan.

Es que, de hecho, en las contradictorias calles de Berlín las dos ideologías más poderosas del siglo pasado estuvieron tres días apuntándose con tanques, medianera de por medio. La ideología fue carne en Berlín y hoy puede encontrarse en todo tipo de merchandising soviético: sombreros, prendedores, monedas, frascos de pepinos popularizados en la película "Good bye, Lenin" y hasta el sello de Checkpoint Charlie en el pasaporte.

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