Bella Praga

El trayecto desde la Ciudad Vieja hasta Malá Strana -atravesando el mágico puente de Carlos IV-, la validación del mote de la más hermosa del orbe.El trayecto desde la Ciudad Vieja hasta Malá Strana -atravesando el mágico puente de Carlos IV-, la validaci

Bella Praga
Bella Praga

La princesa flota en el aire tras el beso de su amado de sangre azul, un carruaje en forma de calabaza se pierde en el horizonte como metáfora de “y vivieron felices por siempre”. Se encienden las luces.

El teatro negro comenzó en China pero fue en la hoy República Checa donde se popularizó y cruzó fronteras a través de sus eximios representantes. Alcanza con pasear por la Ciudad Vieja y Malá Strana, atravesando el puente de Carlos IV con el atardecer encendiendo las agujas de las cúpulas y desatando los fantasmas entre torres góticas y estatuas barrocas, lejos del suelo enterrado del Medievo y cerca de cualquier cuento de hadas, para entender por qué la fantasía está emparentada con la capital. No hay fondo oscuro, pero todo remite a un escenario en el que los personajes parecen volar y el público se rinde al fin, ante  la irremediablemente bella Praga.

Caletná es una de las arterias más antiguas –la que marcaba el camino de los mercaderes y el de las procesiones de la coronación real-, esa misma que cuenta el paso hacia  la Ciudad Vieja -Staré Mésto-. Ahí de pie, al ingreso, para tomar la populosa calle se encuentra la Torre de la Pólvora (s.XV) era una de las entradas de la fortificación, los vaivenes de la política hicieron que no se concluyera hasta 400 años después y luego vuelta a retocar, como tantos otros edificios vestidos de neogótico, engañando al transeúnte.

Como capas de barniz sobre una madera, una tras otra, la impecable apariencia actual hace un guiño para dejar ver los rastros  del pasado a quien sepa  mirar. No es extraño descubrir bajo las fachadas barrocas o neoclásicas, el gótico y el renacentista. En el número 13 por ejemplo, está el Palacio Caretto Millesimo sus tímpanos góticos poco tienen que ver con el resto; y en el 17, en la Casa Menhart hay un portón decorado del siglo XIV, y así a cada paso, más indicios del remoto ayer.

Pero nada habrá visto el andariego hasta entrar en un sótano sombrío. Resulta que hacia fines del siglo XIII a raíz de la seguidilla de inundaciones provocadas por el Moldava se decidió elevar el terreno de dos a tres metros en toda Staré Mésto, así la Praga gótica creció sobre la románica dejando la primera planta de piedra de toda las casas debajo del nivel de la calle, en una obligada clandestinidad. Esos espacios en la actualidad son revalorizados, en ellos pubs y restaurantes reciben al turista, incluso algunos se visten de Medievo, encienden velas y mutan a tenebrosas tabernas para el show.

La plaza vieja es la cabal muestra de por qué todos sucumben ante Praga. La armonía como el extremo cuidado de cada una de las fachadas retrotraen a aquel cuento de que esto es un escenario más que  un espacio urbano vivo, cambiante y eterno a la vez.

La competencia por las miradas es feroz, gran mérito el del edificio municipal con la Torre y el Reloj astronómico -del año 1410-  los viajeros se amontonan allí cada hora para ser bendecidos por los apóstoles que surgen de las entrañas de la compleja maquinaria a través de dos puertas. La casa del Minuto decorada tipo grafito con temas clásicos y bíblicos  da pelea (muchas otros frentes en toda la cuadrícula evoca la decoración pictórica muy difundida en los siglos XIX y XX cuando se le dio el mayor impulso estético a la ciudad).

Sin embargo hay algo que no cuadra, la magnífica iglesia de Santa María de Týn se erige imponente detrás de los edificios de galerías encolumnadas que dan a la plaza. Las agujas torreadas del templo son el perfil de cada panorámica urbana, sin embargo no se vincula directamente al núcleo citadino. La explicación es que fue levantada después que la Escuela del Týn y de la Casa del Unicornio Blanco, la venganza de ella es achicarlas y afearlas, resumiéndolas a meros obstáculos.

La Casa de la Campana de piedra, de gótica presencia y la inmaculada iglesia barroca de San Nicolás, dominan esquinas.  En el centro de todo, el monumento a Jan Hus –jefe de la reforma husita- y en derredor miles de pares de ojos con cámaras agotadas. Restaurantes y bares dan una tregua  y motivan el espíritu con la siempre bien recibida cerveza checa, que en verano se bebe como el agua. Un guía se ofrece al paso, “mire hacia esa ventana, allí vivió  Einstein”; “por aquí la librería del padre de Frank Kafka” y “en el hotel de la otra cuadra una cantante lírica le hizo tremenda escena de celos a Mozart.”

Redecilla

Laberínticas calles se abren en todas direcciones, los casi mil años de traza urbanística surgen sin más, pues aquí no hubo planificación, más bien es respuesta a las necesidades del momento. Esa improvisación es la que da la gracia mayor, con pasajes de arcos y columnas, otros oscuros, que unen sendas empedradas y cambian el paisaje como se les antoja. Entre amontonadas casas y palacetes la tortuosa peregrinación de estilos, y los rastros de los mercados añejos, como el de Galo, con su iglesia.

No será difícil imaginar a los comerciantes protegiéndose de la crudeza del invierno bajo las arcadas. Detrás se encuentra el Teatro de Tyl inaugurado en 1783 , es donde se estrenó Don Giovanni la obra que Mozart escribió para la ciudad. El compositor vivió en Praga, tuvo amoríos y éxitos, en la Villa Bertramka está su museo. Al lado del teatro el famoso Karolinum núcleo de la primera universidad de Europa central (s.XII).

Entre vueltas y recovecos, pastelerías y casas de souvenirs, la gente empuja hacia Karlova la avenida  que lleva hacia la Torre de la Ciudad Vieja y al puente de Carlos IV, la gema que une la cuadrícula añosa con Malá Strana. Tiene 520 metros de piedra sobre piedra, el que vemos hoy es el mismo que comenzó a levantarse hacia 1357 y finalizó a principios del siglo XV, dicen que el secreto de su resistencia fueron las toneladas de huevo en la argamasa.

Las mejores vistas de la urbe a uno y otro lado del Moldava, los artesanos y pintores se suman a la postal de santos pétreos que enfilados posan ante los viajeros que cada día los retratan según todos los  ángulos posibles. La avenida de estatuas cuenta con solo dos de bronce, las que por alguna razón son pulidas con las manos de los que pasan bajo la promesa que regresarán. La humedad sobre la arenisca de las esculturas restantes las torna sombrías según la hora del día, y cuando la niebla toma por sorpresa las colinas circundantes, y se arrastra como vapor sobre el río, dejando solo al descubierto las mil torres, y sus infinitas agujas doradas, un halo de misterio atemporal envuelve el paseo más anhelado de la bella Praga.

Malá Strana

El barrio menor, tal es su nombre se apretuja entre los cerros Letná y Petrin y bajo los hechizos del castillo. Aquí también los estilos se muestran como en una escuela de arquitectos, también se funden. Grandes residencias, iglesias y arterias anchas compiten con pasajes diminutos de frentes pastel y jardines espléndidos. El verde –apoyado por el de los cerros- es omnipresente en época estival como los floridos adornos de cada morada.

Frente a la plaza la Iglesia de San Nicolás –con su ostentosa cúpula y su gran torre- a su lado el colegio, alrededor enormes edificios barrocos y bares para seguir disfrutando la gastronomía checa.  Por la calle Karmelitská se encuentra la iglesia de Santa María de la Victoria que atesora al Niño Jesús de Praga. Los fieles se sorprenden con el diminuto tamaño de la estatua de cera -quizá la comparan con sus proezas- y por los  finísimos trajes con que se viste al pequeño según la liturgia. La devoción desconoce nacionalidades y en todo el mundo católico esta imagen es venerada por sus incalculables milagros.

Por las adyacencias, anchas avenidas y un itinerario marcado para los más jóvenes con una seguidilla de pubs de música en vivo y variopinta carta. Todos los estilos musicales uno al lado del otro, todas las tribus urbanas y en el medio las tabernas desvencijadas con destilados de siempre. Hay un bar destinado al cannabis, vodka, chocolate con la hierba, todo legal, y absinta, el delirio de los impresionistas franceses.

Un día en el Castillo

Praga es madre de las ciudades que te cautiva y nunca más te suelta, dijo su hijo pródigo, Frank Kafka, a estas alturas nadie lo duda. Desde arriba domina el paisaje de los barrios y el río, la sede real es la más grande del mundo, sus numerosos edificios y plazas, jardines, museos y templos requieren al menos una jornada para disfrutarlos.

La Catedral de San Vito decorada por  maestros medievales y sutilmente iluminada por la luz natural que filtra a través de los ventanales, suda misticismo. Las épocas se emparentan intramuros, la tumba de San Wenceslao y  San Juan Nepomuceno, las de algunos emperadores; el  impresionante mosaico del Juicio Final por encima de la Puerta Dorada y el legado de Alfons Mucha, modernista él, que colaboró con los tonos de los vidrios diseñados en tiempos más recientes.  Subir a la torre principal es un buen plan, deja toda Praga a sus pies.

Y entre tanto que hay para ve -la basílica románica de San Jorge, el gótico Palacio Real, extensos patios barrocos, el palacete renacentista de la reina Anna y el súper moderno invernadero en los jardines reales- por nombrar algunas estancias, el Callejón del Oro destaca. Contiguo a la muralla con casitas miniaturas de tonos suaves que en algún tiempo fueron habitadas por alquimistas del rey, más tarde por orfebres laboriosos y hasta en el N° 22, por el señor K, que en Praga no es Néstor, es Frank. 

Afuera, de regreso al río, una casa de marionetas -tan famosas como el cristal de Bohemia- es el refugio ante la lluvia imprevista. Brujas, caballeros medievales, estrellas de rock y políticos penden de hilos. Aquí también la princesa flota junto a su amado de sangre azul.

Tenemos algo para ofrecerte

Con tu suscripción navegás sin límites, accedés a contenidos exclusivos y mucho más. ¡También podés sumar Los Andes Pass para ahorrar en cientos de comercios!

VER PROMOS DE SUSCRIPCIÓN

COMPARTIR NOTA