"Este barrio se levantó en tres etapas y hay 20 años de diferencia entre las primeras casas y las últimas", dice Jorge Ivanusich desde uno de los bancos de la plaza Manuel Belgrano. El barrio donde vive Jorge es el Orlando Molina Cabrera, un conjunto de casas que no es más que un punto solitario en la inmensidad del campo santarrosino, al norte de la ruta 7.
Resulta irónico saber que las casas del Molina Cabrera tienen lotes que no llegan a los 300 metros, cuando hay tanta tierra inútil alrededor del caserío: extensos campos de yuyos secos que nadie ocupa y que se extienden solitarios hasta donde da la vista y más allá.
"Los de la ciudad deben suponer que porque vivimos en el campo, acá criamos gallinas y tenemos lote suficiente para nuestra propia huerta, pero no es así", dice Miguel Hernández, otro vecino y explica que hace tiempo, presentaron un proyecto al municipio para que se les entregara algún terreno cercano donde armar una huerta comunitaria.
"Acá, la gente mayor o los que se jubilan no tienen qué hacer y una huerta del barrio sería una ocupación para ellos y un beneficio para todos", agrega el hombre y explica que el problema es que no hay tierras fiscales: "Todo lo que rodea al barrio tiene dueño o fue usurpado por algún avivado, aunque usted solo vea puro campo olvidado".
El barrio Molina Cabrera está en el distrito de El Marcado y ese grupo de 120 viviendas es lo más parecido a su núcleo urbano; lo demás son algunos puestos desparramados por el monte y unas 30 fincas, principal fuente de trabajo de la gente, enormes plantaciones que en ningún caso bajan de las 25 hectáreas.
El barrio se armó por esa necesidad de los lugareños de no andar tan desparramados y a las 60 primeras casas las entregaron en 1989; el nombre fue un reconocimiento del gobierno de Felipe Llaver a un docente y legislador radical que en aquellos primeros años de la nueva democracia, tuvo un accidente de auto fatal cerca de allí.
"Antes del barrio acá no había nada, ni siquiera caminos, solo huellas; la gente se curaba los males con algún té de yuyos y los pibes andaban varios kilómetros para ir a la escuela más cercana que era la Martín Gil; cuando llovía esto se volvía un guadal y los niños tenían permiso para faltar al estudio", recuerda don Julio Parra.
Así las cosas, que el barrio haya nacido de entrada con escuela propia fue una bendición, casi tan grande como la de la conseguir casa; después la gente luchó por otros temas como el asfalto o el centro de salud, pero los niños ya tenían asegurado el estudio, que no es poca cosa. Hoy, en la 1-651 Maestra María Sottile funciona también un cens y en la Martín Gil abrieron una secundaria. Los que quieren aspirar a más deben pensar en dejar el barrio e irse o en salir muy temprano rumbo al terciario de San Martín y volver de noche.
Con los años, a las primeras 60 viviendas se sumaron otras; la última etapa se entregó en 2009 y hoy hay 120 casas. Aunque hay un par de kioscos y pequeños almacenes, las compras grandes de los vecinos se hacen difíciles porque el barrio está alejado 24 kilómetros del pueblo de Santa Rosa y 40 de San Martín; así, la solución la aporta un comerciante que tres veces a la semana llega con su camión a vender mercadería y a traer encargues. "Con él, usted consigue de todo, desde cámaras de bicicleta y velas, hasta alpargatas, comidas y bebidas", explica Estela y completa: "Es al fiado y recién a fin de mes, el hombre pasa y cobra lo que ha entregado".
Un gran progreso para el barrio fue el centro de salud, que se abrió en una de las casas, aunque para eso hubo que esperar algunos años e insistir bastante. Hoy, la posta sanitaria tiene enfermero, médico y hasta una ambulancia.
Entre los principales pedidos, los vecinos quieren un salón comunitario, donde puedan juntarse a resolver problemas o a festejar algún acontecimiento. "Es un pedido que ya tiene varios años y que en cada campaña, los candidatos vuelven a prometer", cuenta Lucía.
Hace unos pocos años hubo un acontecimiento trascendente para la zona y de paraje, El Marcado pasó a ser distrito; así, el lugar empardó su situación con la de otras regiones de Santa Rosa, como Las Catitas o La Dormida. Igual, no hay que engañarse porque El Marcado sigue estando lejos de la villa cabecera.
Por eso mismo es que el asfalto también fue un gran avance, pero no el de las calles internas, que siguen siendo de tierra, sino el de los 17 kilómetros de camino que hay hasta la ruta 7. "Con el asfalto se ha hecho más fácil todo y ya no estamos tan solitarios como vivía la gente de por acá hace 30 años", dice el grupo de vecinos y cierra; "Esto cambió mucho y hoy tenemos hasta un colectivo cada tanto; igual seguimos medio escondidos de la ruta pero será que así nos gusta".