Un mendocino pasea hace un par de años, cada domingo, por un mercado de libros, por el viejo Sant Antoni, en Barcelona, allí donde se celebra la Diada de Sant Jordi desde 1926, Día Mundial del Libro.
Un día en que las manos sueltan el celular para regalar una rosa y, otros ojos extraños regalan un libro de beso, y el día sigue su curso con olor a papel, porque en Barcelona todos los días y por algún rincón aún se respira tinta y papel.
Por esta España, las pantallas virtuales no apagan las páginas de un libro, una señorita se tumba en la arena por la costa mediterránea con Carlitos Barral, un abuelo en el metro de Madrid no suelta a Quevedo, Sevilla deja respirar a Bécquer, Granada resucita a Lorca, Bilbao brinda con Unamuno y, por alguna librería la voz de Ana María Matute se deja oír.
Y en este domingo, caminando Rambla arriba, un periódico regala una bonita noticia, cuenta que el libro tendrá otro refugio universal, la futura “Casa de las Letras”, ahí por las calles del barrio de Poblenou, porque hoy la capital, bien coquetea con su cartel: “Barcelona Ciudad Literaria del Mundo”.
Quizá, estas escenas tatuaron olfato y retina en aquel argentinito, que partió de Mendoza, con sus cuentos a contar, porque si bien en Aviñón, todos cantan, en Cataluña y España, todos cuentan y los argentinos también.
Una ciudad, que tan bien ilustraron Marsé, Mendoza, Zafón, Casavella, y Zanón, la misma que Cervantes bautizó como la “flor de las bellas ciudades”, la misma que fue testigo del boom y con él, los escritores argentos tan bien acogidos.
Acaso por ese amor y, por aquella resaca de los ’60, hoy este mendocino vive aquí, pero los amores, así como vienen, van… Por ello, qué más da, a fin de cuentas y de cuentos, las geografías y nombres “propios”, son apenas un juego de azar y, este lector, hoy sólo agradece jugar, leer o escribir aquí en España, en Montevideo, o en su Mendoza natal, en este planeta de ruletas, donde todo gira a la vuelta de la esquina con un golpe de clic…
Tal vez, Barcelona es sólo una bonita excusa, un teatro, una sirena que se deja encantar… al fin, como decía el poeta: una pequeña biblioteca, ya es el universo…
Y a final del camino, por este domingo, ya por la Catedral, quién escribe, lector, se pregunta: ¿Quién inventó aquel artefacto? Un aparato que suelta palabras, imágenes y colores a granel, sin enchufes ni luces incandescentes… Algo tan simple que nos une, un libro, un manojo de hojas cosidas con dos tapas, un invento que Gutenberg mejoró y, que el ruido maquinal y el cemento de la urbe no han podido enterrar, ello, ello gracias a usted, donde quiera que esté, gracias mi amigo lector.
Diego Balmaceda
Escritor mendocino, residente en Barcelona