El bandoneonista de General Alvear

“El Betito” como lo conocen los amigos, bancario jubilado, y ex gerente de una financiera, pero ante todo un músico de alma que se reinventó para convivir entre notas musicales.

El bandoneonista de General Alvear
El bandoneonista de General Alvear

Una vida entera pasó desde que la menuda humanidad de Alberto “el Betito” Ortiz (66) se sentó delante del maestro Abraham Pascualoto para comenzar a aprender los rudimentos de la técnica del bandoneón.

Las cosas ya se complicaron de entrada, sus pequeños pies no llegaban al piso, y ni hablar del tamaño del instrumento que prácticamente ocultaba por completo al ejecutante. Al primer problema lo resolvió su papá fabricándole una silla de patas más cortas; del resto se encargó el tiempo.

Siempre prolijo de pantalón bien cortito y tiradores, Alberto tenía 6 años y un corte de pelo clásico de la época que le resaltaba el tamaño de las orejas adornando una silueta flaquísima. Su educador era un antiguo alumno del célebre violinista del zar, Alexei Vladimir Abutcov.

Las ganas de aprender de uno se conjugaron con la sólida formación del otro, y el resultado perdura 60 años más tarde, sin grietas, aunque el físico es obviamente otro, y sus piernas ya alcanzan el suelo cuando se sienta a tocar.

Cosa extraña, Alberto no recuerda haber visto a su maestro tocar el bandoneón, pero reconoce que fue su enseñanza la clave para llegar a las fibras más íntimas del mítico instrumento. Él fue quien durante seis años le enseñó a leer la música y a manejar el pesado elemento con la pericia de un profesional consumado, aunque era apenas un crío de primaria, y eso definitivamente no se olvida.

Con cierta práctica encima, sumó el estudio del acordeón con don José Chiaraluce, y como la disposición del teclado era prácticamente la misma, poco después estaba tocando el piano sin otra guía que su oído y práctica constante.

A los 12 años, Alberto ya era un experimentado músico, y conformó en simultáneo la orquesta “característica” American Jazz, y la “típica” Alberto Ortiz. Con la primera supo estar a la vanguardia de la música moderna de fines de los 50, mientras que en la típica despuntaba su pasión más profunda, el tango, la milonga y todas sus variantes.

Los siguientes 12 años se mezclaron el estudio con las presentaciones de los fines de semana y los ensayos. “Tocábamos viernes, sábado y domingo, sin parar. No había televisión y eran pocos los que tenían radio, así que había muchos eventos y la gente iba siempre”, recuerda.

En aquella época, muchos de los espacios en los que actuaban aún no tenían energía eléctrica, así que los equipos de audio funcionaban a batería y los vecinos llevaban su propios faroles. “No te puedo decir cómo sonaría aquello”, medita hoy.

Empezaron las giras por el resto de la provincia, La Pampa, San Luis y Río Negro, y mientras tanto también actuaba como solista porque “con grupo o sin grupo, nunca dejé de tocar”, explica.

Cuando en la década del ’70 los ritmos de moda eran otros, las nuevas generaciones consumían otro estilo de música y el tango perdió vigencia popular, Alberto se reinventó y en el ’79 formó “Cerbatana”, grupo que perduró hasta 1990 y luego se rearmó entre 1993 y 1996.

Tras un tiempo como solista formó “Tango y más” entre 2007 y 2010, su último grupo estable.

Gracias a su amigo Antonio Bardaro, que le prestó un antiguo ‘Doble A alemán’ que fue de su padre, Alberto recuperó su primer amor, el bandoneón.

En 1980, un incendio consumió buena parte de la casa familiar en la que vivía con su esposa Alba y sus tres hijos, Darío, Rodrigo y Gonzalo. Con todo el dolor del alma, Alberto vendió su bandoneón para poder reponer parte de lo perdido, y todavía se le ensombrece el rostro al recordarlo. “Fue como cortarme un brazo”, admite.

Tres décadas más tarde se reencontró con sus amadas teclas y el idilio fue inmediato. Aunque hubo que recordar la postura y volver a tomar agilidad en los dedos, el tango volvió a sonar en toda su expresión y “el Beto” de antaño reapareció.

Desde entonces, las milongas son otra vez parte de la vida de este bancario jubilado que fue gerente de una financiera y creó su propio complejo recreativo con un restorán que fue el furor de la época.

“Con la actuación de Alberto Ortiz y su órgano de ensueño” el 9 de setiembre de 1979 se presentó en una fiesta en la Escuela de Agricultura, aún sabiendo que estaba naciendo su hijo, al que fue a conocer en un intervalo y regresó a tocar hasta la madrugada. /

MV

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