Baile en torno de la muerte

Reflexiones acerca de cómo era considerada la muerte en los tiempos antiguos y cómo lo es en el presente, cuando la hemos transformado en espectáculo mientras la alejamos de la vida real.

Baile en torno de la muerte
Baile en torno de la muerte

Magazine Littéraire, una revista mensual francesa, consagró su número de octubre a un solo tema: cómo trata la literatura el tópico de la muerte. La leí con interés pero a fin de cuentas resulté decepcionado. Algunos de los artículos quizá hayan tocado ideas con las que todavía no estaba familiarizado, pero al final simplemente reiteraban un argumento bien conocido: que, además de abordar la idea del amor, la literatura siempre ha manejado el concepto de la muerte.

Los artículos señalaban la presencia de la muerte tanto en la narrativa del siglo pasado como en la literatura gótica pre-romántica, pero también hubieran podido mencionar la mitología griega -quizá la muerte de Héctor y el duelo de Andrómaca- o los sufrimientos de los mártires en muchos textos medievales. Por no hablar del hecho de que la historia de la filosofía empieza con la premisa del más fundamental de los silogismos: “Todos los hombres son mortales”.

Quizá el problema esté arraigado en el hecho de que ahora se leen menos libros que en generaciones pasadas. Pero, sea cual fuere la causa, hemos perdido la capacidad de aceptar la muerte.

La religión, la mitología y los rituales antiguos hacían a la muerte, si no menos temible, al menos sí más familiar para nosotros. A través de las celebraciones fúnebres, los gemidos de los dolientes y la gran misa de réquiem nos íbamos acostumbrando a la muerte. Nos preparaban para ella con sermones sobre el infierno e incluso de niño me alentaban a leer porciones del “Compañero de la Juventud”, que abordaba el tema de la muerte.

Ese texto, un manual de oraciones editado por el sacerdote del siglo XIX, Don Bosco, era un recordatorio de que no sabíamos dónde ni cómo iba a venir la muerte por nosotros: en nuestra cama, en el trabajo, en la calle, con un aneurisma roto, una fiebre, un terremoto o algo por completo diferente. En ese momento sentiremos que se nos nubla la cabeza, nos dolerán los ojos, tendremos la lengua reseca, la mandíbula caída, el pecho pesado, la sangre congelada, la carne consumida, el corazón atravesado. De ahí la necesidad de practicar lo que Don Bosco llamaba el ejercicio para una muerte feliz:

“Cuando los pies inmóviles me digan que está por cesar mi carrera en esta vida ... Cuando las manos, temblorosas y embotadas ya no puedan aferrarse a ti, oh, mi buen Crucifijo, y a pesar de mí mismo te deje caer en el lecho de mi agonía ... Cuando tenga la vista turbia y consternada por el horror de la muerte inminente ... Cuando las pálidas y cenicientas mejillas causen compasión y terror a los espectadores, y el pelo, húmedo y erizado con el sudor de la muerte, anuncie la proximidad de mi fin ... Cuando la imaginación, agitada por los horrendos y terribles fantasmas, se hunda en desdichas mortales ... Cuando haya perdido el uso de todos los sentidos ... Jesús misericordioso, apiádate de mí”.

Esto es sadismo puro, podríamos decir. Pero, ¿qué les enseñamos a nuestros contemporáneos hoy en día? Que la muerte ocurre lejos de nosotros, en los hospitales, que los dolientes no tienen necesariamente que acompañar al ataúd al cementerio, que ya no vemos a la muerte. O, más bien, que la vemos continuamente: personas golpeadas, baleadas o despedazadas en explosiones; hundidas en el fondo del río con los pies envueltos en concreto; tiradas sin vida en la acera, con la cabeza rodando en la cuneta. Pero esos no son ni prójimos ni queridos: son actores.

La muerte es un espectáculo; por supuesto en el cine y la televisión, pero también en la vida real. Devoramos las noticias de los medios sobre la muchacha que fue violada y asesinada, o sobre las víctimas de un asesino serial. No vemos los cuerpos torturados, pues eso nos recordaría a la muerte en sí. Más bien vemos a los amigos llorosos que llevan flores a la escena del crimen u organizan una vigilia a la luz de las velas. O, mucho más sádico, vemos a los reporteros que tocan a la puerta de una madre en duelo para preguntarle qué sintió al enterarse del asesinato de su hija. La muerte en sí se muestra sólo de manera indirecta, a través del dolor de los amigos y los padres, lo que nos afecta menos visceralmente.

La muerte ha desaparecido en gran medida de nuestro horizonte de experiencia inmediato. El resultado es que habrá más gente aterrada cuando llegue el momento de enfrentarse al evento que ha sido nuestro destino desde el nacimiento. Un destino que los hombres sabios dedican toda su vida a aceptar.

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