Opinión
La olimpíada del fuentón rebalsado
Después de almuerzo llegaban las dos horas de silencio extremo en las que debíamos agudizar la imaginación para aniquilar el aburrimiento.
Después de almuerzo llegaban las dos horas de silencio extremo en las que debíamos agudizar la imaginación para aniquilar el aburrimiento.
Mis primaveras hoy tienen los colores y el perfume de los limones maduros y los azahares que invaden los ambientes cuando el día se resiste a partir. El limonero llegó a mi casa como un regalo, en una maceta mediana, y tímidamente fue ganando espacio hasta que se consiguió un trasplante al jardín. No hay mejor lugar para leer que bajo su sombra, cuando sus ramas y sus hojas me arrullan. Sus frutos son una ofrenda de amistad, una de las maneras en las que expreso el cariño a las personas queridas.
Tras cerrar todas las puertas sacamos los discos de pasta. Los acomodamos en una pila a mano y, al ritmo del baile de Zorba -que tarareábamos entusiastas-, comenzamos a arrojarlos prolijamente contra los ladrillos de la chimenea. Los rompimos sin ningún remordimiento. A fin de cuentas nadie los escuchaba, pensé.
Comprobé, sin incertidumbre alguna, que mi soltura y ductilidad en el manejo de los patines no se trasladaba punto a punto a las tablas de esquí. Ese día empezó y terminó mi carrera como deportista del frío. Descubrí que lo mío iba a ser más mirar la nieve desde una ventana con una chimenea encendida, un libro y una copa de vino tinto.
Estábamos los hermanos aburridos, cuando pasó, a toda velocidad, un ratoncito que hubiese sido la envidia de todo el elenco de la película Ratatouille. Era precioso y su nariz redonda y rosa combinaba a la perfección con su pelaje gris acero, sedoso y resplandeciente, que terminaba en una cola cortita y movediza. Tenía unos ojos buenos y brillantes, que prometían diversión, que aseguraban alegría.
La década del 80 se asomaba tímidamente y Mendoza contaba entre sus habitantes a una famosa bailarina y coreógrafa austríaca que huyó del nazismo en Europa. Isolde Klietmann fundó en Mendoza su propia academia de danza, pionera y maestra de muchas bailarinas que luego fueron referentes de la danza contemporánea en la Provincia.
El mundo de la lectura fue un antes y un después en mi vida. La necesidad de leer en cada minuto libre que tenía lo ocupó todo. Sólo quería leer y me sorprende recordar que me abstraía tanto que no escuchaba cuando me hablaban.Así, mis padres empezaron a sufrir mis constantes pedidos de más y más libros, revistas, cuentos y casi cualquier cosa que se pudiera leer.
La curiosidad que genera ese objeto en una casa siempre es algo mágico. Pero también puede implicar otros significados sorprendentes.
Después de esa experiencia tuve algunos otros campamentos que en mi memoria se registraron como recuerdos neblinosos, pero el primero que me hicieron experimentar esas dos seños extraordinarias, se fijó para siempre como sinónimo de la alegría.
Al día siguiente, en la escuela, él la esperaba con su madre, una gitana de nariz aguileña, mirada decidida y pelo de azabache, que la besó mientras le entregaba un paquetito que encerraba un par de aros: dos pequeñas joyas resplandecientes.
Mientras la crisis del cactus tenía lugar, y el resto estaba atento a la curación de la herida; mi hermano, el más pequeño del cuarteto, continuó en la persecución del objetivo común: conseguir un amigo. Él y yo teníamos una obsesión por tener un nuevo compañero de juegos. Es que un año antes habíamos perdido a nuestra perra Camila, una boxer que creció conmigo y que extrañábamos horrores.
Era uno de esos míticos restaurantes de la costa de Cochoa. Uno de esos bodegones donde, además de las obligadas machas a la parmesana y su plato insignia, el congrio a la margarita, se podía disfrutar del rugido del Pacífico sobre las rocas.
La tentación era muy fuerte, las siestas eran eternas y, -me doy cuenta hoy-, en mi casa de la infancia, justo debajo del caserón enorme de mis abuelos maternos, había una sobreabundancia de almohadones. El intercambio de golpes amortiguados por el relleno era irresistible.
Una de las cosas que más disfrutaban quienes formaron parte, fue el mix generacional y la sinergia que se daba en aquel Coro de los años 80 de la UNCuyo. Un espacio donde los más grandes y los más chicos se mezclaban y podían ser amigos, compartir viajes, sin tener ninguna otra cosa en común más que el amor por la música. El orgullo y la alegría de ser uno de los únicos coros de una secundaria que interpretaba obras cultas, a la vez que algún emblema del folclore local.
Un día la profesora de tenis de mi niñez me dejó porque se fue a vivir una aventura de película a California trabajando como ama de llaves de Steven Spielberg, un director que aterrorizó a millones de espectadores cuando esa chica que nadaba en una oscura madrugada sufría el ataque de un temible tiburón blanco.