Cuando Karl Friedrich Benz inventó, allá por 1886, el primer automóvil de combustión interna, no creo que se haya imaginado la popularidad que con el tiempo adquiriría su invento.
En este exacto momento millones de automóviles andan transitando por las calles y rutas de este mundo que comenzó caminando en dos patas y ahora, para andar, precisa cuatro ruedas.
El auto ya es un elemento indispensable para el tipo y algunos llegan a apreciarlo tanto que lo colocan por encima de todo, aún de sus familias. Un mínimo abollón en el guardabarros puede causar depresión nerviosa en su propietario. Lo cuida, lo acaricia, lo besa, lo lava, lo lustra, lo ama y termina dedicándole valiosas horas de su vida a este aparato que para muchos sirve para trasladarse y para otros, para vanagloriarse.
Uno teme subirse a estos autos tan protegidos por temor de hacerle algún daño, de arañarlo, de ensuciarlo, de contaminarlo al respirar. Son templos andantes, los guachos, y uno siente que no tiene ningún derecho a profanarlo.
Un desperfecto en el auto puede llevar a su dueño a un estado manifiesto de desesperación. Se le rompió algún cañito y se le paró en plena calle: espantoso. Se le pinchó una goma: más espantoso.
El mendocino debe ser, entre los argentinos, uno de los más adictos a esta “autofilia”.
Hasta para ir al quiosco que está en la esquina de la casa lo utilizamos. No podemos andar si no es empujado por el combustible que habita en sus entrañas. Entonces nuestras ciudades se van poblando cada vez más de estos vehículos con tracción a fósiles y las ciudades no se estiran; algunas no dan más. No tienen forma de soportar tanta invasión de móviles todos los días. Sin embargo, no nos desprendemos del auto.
Encontrar estacionamiento en el Centro es como sentarse en el pajar a buscar una aguja. Podemos estar valiosos minutos, a veces muchos valiosos minutos, tratando de encontrar algún huequito que contenga eso que nos importa tanto. El propósito es tan difícil como rascarse la nuca con el talón. Entonces el tipo se enoja, insulta, agrede verbalmente, se encocora con todo: con los trapitos, con la municipalidad, con los agentes de Tránsito y con los otros conductores que, paradójicamente, están en la misma situación que él.
Todo esto por el impulso que da el combustible, que es otro de los pesares de los auto-ambulantes, porque en este país la nafta aumenta constantemente. En las estaciones de servicios terminan de ajustar un precio con aumento incluido y ya comienzan a trabajar para adecuar la máquina expendedora al precio que seguramente vendrá horas después.
Si supiéramos la cantidad de nafta que gastamos los argentinos en cada mes nos asombraría el saber que tranquilamente podríamos pagar gran parte de la deuda externa con un mes que no usáramos el auto. Pero esto es una utopía.
Como es un despropósito el desconocer que estamos contribuyendo a la contaminación ambiental de una manera abusiva e incontrolable.
Gran parte del llamado efecto invernadero o calentamiento global está provocado por el uso del automóvil. Nuestra ciudad está envuelva en esmog. Si uno la mira desde lo alto de nuestra precordillera va a comprobar que estamos inmersos en una gran nube marrón que no tiene nada de amable. Eso es lo que respiramos todos los días. Hay lugares de la ciudad donde respirar te raspa.
El combustible proviene, en su gran mayoría, de la fosilización del placton, esa innumerable cantidad de seres microscópicos que morfan las ballenas. Pues se está acabando. Las reservas de petróleo son finitas y llegará el día en el que conseguir un litro de nafta se va a hacer más difícil que Cristina pondere a Mauricio.
¿Qué haremos entonces? Pues habrá llegado la hora de confiar en otro elemento de propulsión, tal vez en la electricidad, aunque vamos a tener que conseguir un cable muy largo para hacer un viaje a Córdoba.