Éste es un homenaje a la familia de mi madre. A finales de los 90 volé a Pamplona a presentarme en un concurso de canto. Pero como finalmente no lo gané, me quedó un impensado día libre dentro del que era mi primer viaje a España.
Entonces, se me ocurrió aprovecharlo para visitar un pueblo de la comunidad autónoma de La Rioja, uno muy pequeño, cerca de la frontera de la provincia de Navarra, llamado Ausejo, donde habían nacido varios parientes de mi familia a principio del siglo pasado, al sur del río Ebro.
Pregunté dónde quedaba Ausejo en la recepción del hotel, porque tenía la impresión de que estaba muy cerca. "Está a una hora de autobús", exactamente a 104 km. Sin perder tiempo, seguí las indicaciones del recepcionista y en la estación me saqué un pasaje, sin tener la menor idea exactamente dónde tenía que bajarme. Luego de recorrer varios kilómetros por una ruta serpenteante, el ómnibus se detiene en la mitad de un camino de sierras en terrazas, frente a las faldas de una colina y el chofer me dice: "Ésta es la entrada al pueblo" y me deja allí, en la aparente nada, parada en un paisaje solitario.
Esperé unos minutos para pensar cómo iba a subir la colina con mi valija, cuando se me cruzó un paisano muy anciano que caminaba tirando de una mulita. "Discúlpeme señor, estoy buscando una familia que vive en el pueblo". El señor, casi ni me miró, pero me dijo escuetamente: "Sígame". De todas maneras, al paisano nunca se le ocurrió ayudarme a cargar mi valija en la mula, por lo que tuve que subir el camino casi arrastrándola.
Al llegar, este buen hombre me señaló una puerta. La golpeé y salió un tal Miguel, un tío, en realidad, el primo de mi abuela. Una vez que le expliqué quién era y con quién deseaba encontrarme, Miguel se volvió al interior y después de unos minutos regresó trayendo una foto de la boda de mi abuela. La misma foto, la misma copia, que había visto en los álbumes de mi familia cuando era niña. Fue divertido, porque Miguel me arrastró por distintas casas presentándome a docenas de parientes ignotos tanto de la rama de mi abuela como de mi abuelo, los dos de Ausejo. Inmediatamente pasé a ser parte de todas esas familias. Me mimaron a más no poder. Me hicieron sentir en casa.
Me impresionó mucho caminar por el pueblo. No dejaba de sentirme algo extraña. Me embargó un sentimiento inexplicable, como si una parte de mí expresara: "¡Volví!". Raro, ¿no? Creería que expreso lo que muchos hijos y nietos de inmigrantes sienten. Todos descendientes de este gigantesco movimiento de personas que se vinieron de jóvenes a la Argentina en búsqueda de nuevas oportunidades. En aquellos tiempos, semejante travesía en barco era tan osada como viajar a la Luna. Fue una experiencia muy fuerte. Eso de sentir cómo lo sanguíneo te agita por dentro.
Frente a tanto individualismo, uno se cree que está desconectado del mundo, pero aquel encuentro fue una de las pruebas de que esa idea no es real. Allí están tus raíces, tus antepasados. Fue muy lindo para mí integrarme.
Ausejo tiene ahora algo más de mil habitantes y abarca no más de 60 kilómetros cuadrados de superficie, pero conserva una rica historia y edificios patrimoniales hermosos, como la iglesia parroquial de Santa María, un par de ermitas, como la de Santa María de la Antigua y la del Crucifijo, así como un paseo de bodegas añejas y cuevas.
A partir de este viaje, pude volver varias veces. Volví simplemente porque tienen un corazón enorme.