Australianos, ingleses, alemanes, aterrizan en Tailandia y salen disparando a las playas del sur, dónde según les contaron, existe el paraíso. En la acción, acaso precoz, dejan de lado un universo indispensable: el de los templos y palacios religiosos que preñan al país más budista del mundo.
Tesoro que brilla a los ojos y al corazón no solo por su fascinante arquitectura de pagodas, estupas, elementos exóticos en cien colores y detalles hechos por manos privilegiadas; si no también gracias a la mística y al aura de redención, paz y armonía que le dan sus habitantes, los monjes. Esos seres que, al fin y al cabo, son los verdaderos hacedores del patrimonio, y quienes ofrendan la energía necesaria para comprender una filosofía de vida tan ajena a nuestra cotidianidad.
De aquella sabia nos alimentamos pues, y en fervorosa recorrida salimos a inyectarnos de algunos santuarios de la nación del sudeste asiático que más mella hacen en las emociones del viajero.
En Bangkok, la capital
En los jardines del Wat Benchamabophit (levantado a fines del siglo XIX por el rey Rama V), andan colgadas las mantas anaranjadas, secándose al aire. Algunos visitantes miran y se preguntan, y en el paseo por el parque se distraen con el también conocido como "Templo del Mármol". Diseño excepcional, arco puntiagudo, filoso de dorado, columnas, leones blancos en la puerta, múltiples tejados a distintas alturas y especie de colmillos que huyen de los vértices y suben señalando el cielo; extravagante.
Hay césped y un pequeño canal de agua, mucha calma. Y en el impasse aparecen unos jóvenes pelados, en cuclillas y sandalias, lavando las ollas, ataviados con vestidos naranjas que explican los otros, los que se secan, y que es todo lo que tienen. Dicen sentirse plenos, que están alejados de lo mundano, del deseo y los anhelos que corrompen y arruinan la vida (el querer y no tener, y después de tener, querer más, en cadena interminable de frustraciones).
Los rodean 53 estatuas del Buda, el príncipe llamado Sidharta Gautama que hace 2.400 años se escapó del sufrimiento meditando, y que les recuerda que no es feliz el que más tiene, si no el que menos necesita. De esta forma, aseguran, alcanzan la verdadera paz interior. En Tailandia el 96% de la gente les cree, y cada uno a su manera, lleva algunas de sus enseñanzas a la mesa.
Allí, en Bangkok (15 millones de habitantes contando el área metropolitana), paradoja de movimiento infernal y rostros de satisfacción, reside la mayor cantidad de templos, ideal para seguir contagiándonos de las verdades theravadas.
En total, la capital del país cuenta unos 400, entre los que destacan el Wat Phra Kheo (el impresionante templo principal de la ciudad, que mora dentro del amurallado Gran Palacio Real), el Wat Pho (famoso por alojar a un buda recostado de 45 metros de largo y 15 de alto), el Wat Ratchanatdaram (y sus 37 estupas o torres con agujas, que representan 37 pasos hacia la iluminación) y el Wat Arun (vecino al río, embelesa con una torre de casi 80 metros de altura).
En algunos (el Wat Phra Kheo es el mejor ejemplo), la masa turística estilo parque de diversiones anula toda inspiración. Sin embargo, la mayoría conserva la magia de antaño, la que pega en el alma, la que sorprende, y ayuda a seguir explicando porque es tan bueno salir a hacer mundo.
Adentro y afuera del templo
Aroma a incienso, alfombras multicolores, gente que aprovecha el recreo laboral y se inclina de cara a una gigantesca estatua del Buda rodeada de velas, frutas, caramelos, arroz, chocolates, estampitas y papelitos escritos que los creyentes dejan como homenaje. Ese es el escenario que se ve en el interior de cada templo, como en el Wat Phan Tao (siglo XIV) de Chiang Rai.
Estamos al norte, en la segunda ciudad del país, admirando la madera que monopoliza la estructura, y que pone más énfasis en la pluralidad de materiales usados en la edificación de los santuarios. Lindero a la construcción de techo a dos aguas, surge una torre de cemento inmensa, desgastada y hermosa, que nos habla de la larga historia del culto creado por Gautama. Mayores pistas al respecto lanza el Wat Chiang Man (siglo XIII) ornamentado de forma exquisita, o el Wat Jet Yod y sus ruinas.
Ya fuera de la urbe, el ambiente a recogimiento se respira aún mejor. Entre las montañas, brotan aldeas, y por ende, templos. En estos pagos, las estructuras exteriorizan un carácter mucho más austero, pero sin descuidar lo sagrado del asunto. Los paisanos ayudan con lo que pueden a los monjes que administran las “wats”, y que a cambio dan la palabra y las herramientas para emancipar los espíritus.
“El budismo no es una religión, es un estilode vida. Nosotros no creemos en los dogmas, ni en un dios creador, ni tratamos de persuadir a nadie respecto a nuestras convicciones. Simplemente consideramos que, siguiendo lo que enseñó el Buda sobre como accionar día a día, los hombres podemos liberarnos del sufrimiento, y así tener una existencia mucho más placentera”, explica Namphon, un monje que vive en las afueras de Mae Teng. Las reflexiones que lanza combinan con un paisaje de montaña, verde y arrozales, y algunos campos que brindan al turista paseos en elefante.
El sol se esconde tras los cerros, y como en cualquier otro templo del interior, sus habitantes ven al viajero y lo invitan a saborear el célebre Pad Thai (fideos de arroz con carne, verduras, porotos de soja, huevo, lima y mucho cilantro), una sopa de pollo o cerdo con leche de coco (o con lo que haya), que cocinan a las brasas junto a la estructura sagrada. Todos comparten lo poco que tienen, en una comunión envidiable. Si, el budismo también se trata de eso.