El presidente Barack Obama expuso diversas buenas ideas en su discurso sobre la situación de la nación. Desafortunadamente, casi todas ellas requerirían gastar dinero y, dado el control republicano en la Cámara de Representantes, es difícil imaginar que suceda.
No obstante, una propuesta muy importante no implicaría desembolsos presupuestarios: el llamado del presidente a aumentar el salario mínimo de 7,25 dólares la hora a nueve dólares, con otros posteriores en línea con la inflación. La pregunta que necesitamos formular es: ¿sería una buena política? La respuesta, quizá sorprendentemente, es un sí rotundo.
¿Por qué “algo sorprendentemente”? Bueno, la economía básica nos dice que seamos muy cautelosos en los intentos por legislar los resultados del mercado. Cada libro de texto -incluidos los míos- expone las consecuencias no intencionadas de políticas como el control de la renta o los apoyos a los precios agropecuarios. Sospecho que hasta los economistas más liberales estarían de acuerdo en que establecer un sueldo mínimo de, por decir, 20 dólares la hora, generaría muchísimos problemas.
Sin embargo, no es eso lo que está sobre la mesa. Existen razones contundentes para creer que el tipo de incremento al salario mínimo que propone el presidente tendría efectos abrumadoramente positivos.
Primero que nada, el actual nivel del salario mínimo es muy bajo, según cualquier estándar razonable. Durante unas cuatro décadas, los incrementos han caído detrás de la inflación en forma sistemática de tal forma que, en términos reales, el salario mínimo es considerablemente más bajo de lo que era en los 1960. Entre tanto, se duplicó la productividad de los trabajadores. ¿No es ya momento de un aumento?
Se puede argumentar que aun si el salario mínimo actual parece bajo, subirlo costaría empleos. Sin embargo, hay evidencia sobre esa cuestión: mucha pero mucha evidencia porque el salario mínimo es uno de los problemas más estudiados en toda la economía. Resulta que la experiencia de Estados Unidos ofrece muchos “experimentos naturales”, en los cuales un Estado aumenta su salario mínimo mientras que otros no. Aunque hay disidentes, como siempre los hay, la gran preponderancia de la evidencia de estos experimentos naturales señala un efecto negativo reducido, si no es ninguno de los incrementos del salario mínimo en el empleo.
¿Por qué es cierto esto? La respuesta es tema de investigación constante, pero en todas las explicaciones es que los trabajadores no son fanegas de trigo ni siquiera departamentos en Manhattan; son seres humanos y las relaciones humanas implicadas en la contratación y el despido son, inevitablemente, más complejas que los mercados de simples mercancías.
Pareciera que un producto secundario de esta complejidad humana es que los incrementos modestos a los salarios de aquellos a los que menos se les paga no necesariamente reducen la cantidad de empleos.
Esto significa, a su vez, que el efecto principal de un aumento al salario mínimo es un incremento en los ingresos de los estadounidenses muy trabajadores, pero a quienes se paga poco, algo que, claro, estamos tratando de lograr.
Finalmente, es importante entender cómo interactúa el salario mínimo con otras políticas orientadas a ayudar a los trabajadores más mal pagados, en particular el crédito fiscal al salario devengado, que ayuda a las familias de bajos ingresos a que se ayuden a sí mismas.
El crédito fiscal -que tradicionalmente tuvo apoyo bipartidista, aunque es posible que ya no sea así- también es una política positiva. Sin embargo, tiene un defecto bien conocido: algunos de sus beneficios terminan fluyendo no hacia los trabajadores sino a los empleadores en la forma de salarios más bajos. Y, adivinen qué. Un incremento en el salario mínimo ayuda a corregir este defecto. Resulta que el crédito fiscal y el salario mínimo no son políticas opuestas; son complementarias y funcionan mejor en tándem.
Así es que la propuesta salarial de Obama es una economía positiva. También es política positiva: una mayoría abrumadora de electores apoya el incremento en los sueldos, incluida una sólida mayoría de mujeres (ningún hombre) que se identificaron como republicanas. No obstante, dirigentes del Partido Republicano en el Congreso federal se oponen a cualquier incremento. ¿Por qué? Dicen que les preocupa la gente que podría perder el empleo, sin importar la evidencia que existe de que, en realidad, ello no sucederá. Sin embargo, no es creíble.
Es claro que los dirigentes republicanos de hoy desdeñan a los trabajadores mal pagados. Hay que tener en mente que, en conjunto, dichos trabajadores, aun si trabajan tiempo completo, no pagan impuesto sobre la renta (aunque pagan bastantes impuestos sobre la nómina y las ventas), mientras es posible que reciban prestaciones como Medicaid y estampillas para alimentos. Saben en qué los convierte eso ante los ojos del Partido Republicano: en “gorrones”, miembros del despreciable 47 por ciento que, como dijo Mitt Romney ante cabezas que asentían, no se hacen responsables de su propia vida.
Eric Cantor, el líder de la mayoría en la Cámara de Representantes, ofreció un ejemplo perfecto de ese desdén en el Día del Trabajo pasado: decidió conmemorar una festividad dedicada a los trabajadores enviando mensajes en los que no se decía nada sobre ellos pero sí se elogiaban los esfuerzos de los dueños de negocios.
Las buenas noticias son que no muchos estadounidenses comparten ese desdén; casi todo el mundo, excepto por los hombres republicanos, cree que los trabajadores más mal pagados merecen un aumento. Y tienen razón. Deberíamos aumentar ya el salario mínimo.