Suele repetirse en el intrincado lenguaje de la política que el tero grita en un lado y pone los huevos en otro. En clave de lectura entrelíneas, el mensaje toma un sentido unívoco: una maniobra de distracción a tiempo permitirá avanzar en el terreno ante la confusión en la que queda el enemigo.
Y en la élite del fútbol, su industria se mueve así: de manera espasmódica, pero a la vez contundente. En el día a día se tejen y destejen conjeturas, especulaciones, proyecciones y ejecuciones como si éstas formasen parte del modo común de interactuar. De hecho, el límite de ser solamente un deporte no contiene a la actividad futbolística propiamente dicha.
Las tendencias de comportamiento abusivo que se observan entre futbolistas dentro de la cancha se repiten en una constante fuera del campo de juego, donde el escenario encuentra a la clase dirigencial jugando su propio partido. El sacar ventaja sin importar el cómo ni el cuándo se halla incorporado al inconsciente colectivo que gobierna el pensamiento del mundo hecho pelota, valga la metáfora.
Estados Unidos tardó en hacer su ingreso al más popular de los deportes en casi todo el planeta, menos en su suelo. Allí, el básquetbol -NBA mediante- impone las reglas de masividad, al igual que el béisbol y el football americano. Se le suman el hockey sobre hielo, el golf y el boxeo en un escalón inmediato.
¿Qué cambió para que once jugadores por bando atrajeran a multitudes? Sencillamente, una cuestión generacional relacionada con la inmigración: millones de latinos -tanto norte, centro y suramericanos- fueron imponiendo su impronta y el imperio del espectáculo los contuvo a partir de la construcción de mega estadios más la implementación de la MLS (Major League Soccer).
Ya industrializado, el fenómeno no para de crecer y la concurrencia promedio de espectadores a cada partido orilla alrededor de 50 mil personas. Por eso, a gran escala prospectiva, el sueño estadounidense se sigue realimentando en estas primeras décadas del siglo actual: ir por todo, lo cual significa exactamente eso. Todo es -ni más ni menos- la aspiración a controlar el poder absoluto a nivel continental, primero; luego, a escala mundial.
El factor sorpresa obró como un revulsivo para el self-made man/woman norteamericano: la Selección de las barras y estrellas perdió su clasificación a la Copa del Mundo Rusia 2018 a manos del ignoto seleccionado de Trinidad y Tobago. Encima, Panamá se valió de un error arbitral para que un gol fuera convalidado ante Costa Rica y se quedó con el cupo que ininterrumpidamente desde 1990 le correspondía al gigante del norte.
Las tendencias de comportamiento abusivo que se observan entre futbolistas dentro de la cancha se repiten en una constante fuera del campo de juego, donde el escenario encuentra a la clase dirigencial jugando su propio partido. El sacar ventaja sin importar el cómo ni el cuándo se halla incorporado al inconsciente colectivo que gobierna el pensamiento del mundo hecho pelota, valga la metáfora.
El revés inesperado en lo deportivo quedó archivado de inmediato. El gran objetivo es otro y pasa por adjudicarse la organización del Mundial 2026, con Canadá y México en segundo plano.
Para que esto sea posible, Estados Unidos se mueve en sendos planos: 1) Demostración de poderío con la reinstalación del Caso FIFAGate, el cual comenzó en 2015 por una investigación de la Justicia estadounidense; 2) Exposición de sus imponentes estadios, tal como se observaron durante la Copa América Centenario 2016.
Una exacta combinación de estrategia política con exhibición de recursos para imponer como argumentos sólidos durante el 68vo Congreso de la FIFA, que sesionará en Moscú durante junio próximo. El contendiente a batir es Marruecos, cuyos pergaminos parecen ser insuficientes frente a tamaño contendiente.
Esta escalada estadounidense es parte de un plan progresivo para unificar las dos confederaciones americanas en una sola. Así, la Concacaf (América del Norte y Central) y la Conmebol (América del Sur) se fusionarían en una al estilo del continente europeo en la UEFA.
Se desprende que el interés en que esto suceda se da más en el norte continental que en el sur, que aglutina a potencias futbolísticas como Brasil, Argentina y Uruguay (nueve campeonatos mundiales ganados) más formaciones consolidadas como Colombia, Chile y Paraguay.
Inclusive, podría significar un gran revés para el proyecto argentino/uruguayo de organizar conjuntamente el Mundial 2030, en conmemoración del centenario de la primera Copa del Mundo.
La causa es que la FIFA -por reglamentación- no podría conceder la sede a nuestro país y al vecino si es que existe la fusión debido a que se repetiría el mismo continente. En cambio, si se mantienen las dos confederaciones separadas, tal problema no existiría.
Será de la casa de Vladimir Putin donde Estados Unidos planea retirarse con una gran victoria política, la cual borre las huellas del desencanto por el fracaso deportivo. La señal es clara: la injerencia de los norteamericanos en el fútbol llegó para quedarse.
Las piezas se mueven estratégicamente como en un tablero de ajedrez. Igual al tero, que sigue gritando en el lugar previamente escogido para terminar poniendo los huevos donde realmente quiso.