En 1980 pasé seis meses viviendo en Inglaterra y vi una campaña de anuncios institucionales que estaban poniendo en televisión.
Trataba de la soledad de los ancianos; si adviertes que en la puerta de ese vecino mayor se acumulan los periódicos o las botellas de leche, preocúpate por él, decía uno de los mensajes.
Y en una segunda fase: no esperes a que se acumule su correo, no pierdas un tiempo que quizá sea fatal, tómate el pequeño esfuerzo de acordarte de tu vecino anciano.
Asegúrate de que lo ves habitualmente. La verdad, la campaña me dejó admirada. Guau, me dije, qué civilizados, qué genuinamente interesados por los desprotegidos.
Para calibrar mi reacción hay que tener en cuenta que ese tipo de intervenciones públicas no eran muy habituales en la España de entonces.
Claro que también pensé: y qué soledad hay en Gran Bretaña… Qué sociedad tan desarticulada, tan atomizada, para que los viejos que se mueren solos sean un problema nacional.
Han pasado 38 años y ya hemos llegado, también en España, a esa chirriante soledad. A los ancianos encerrados en sus casas. La espectacular longevidad de los españoles (somos los segundos que más vivimos en el mundo, una media de 83 años, sólo unos meses por debajo de los japoneses) contribuye a ese panorama de aislamiento.
Hay muchos nonagenarios a los que les es muy difícil moverse y que han sobrevivido a todos sus amigos. A su familia. A su época. Con todo, los ingleses nos siguen llevando la delantera en el problema y en la preocupación que les genera.
Acaban de crear una Secretaría de Estado para la Soledad que probablemente sea la primera del mundo. Los estudios muestran que nueve millones de británicos viven solos: un 14% de la población.
Pero el dato verdaderamente terrible es que 200.000 ancianos y ancianas de ese país llevan más de un mes sin tener una sola conversación con un amigo o un familiar.
Es decir, sin hablar con nadie, aparte de, quizá, la cajera del supermercado (que están siendo sustituidas por máquinas) o la enfermera del centro de salud.
No es de extrañar que algunos mayores vayan tanto al médico: necesitan no ya que los cuiden o los sanen, sino, simplemente, que alguien los vea.
En España hay un 10% de personas que viven solas. Yo misma formo parte de esa estadística. Y lo cierto es que no es tan malo; es decir, no es nada malo si uno dispone de un tejido afectivo lo suficientemente fuerte que lo sostenga.
De hecho, creo que la soledad es una asignatura necesaria para el desarrollo personal; uno debe aprender a vivir solo, a estar a gusto consigo mismo, a poner el centro de gravedad en su interior.
Sólo así se puede madurar y alcanzar cierta serenidad. Y sólo así es posible establecer relaciones sentimentales equilibradas y sanas.
Si no soportas estar solo, te enrollarás con el primer cretino o cretina que aparezca. Y a lo peor aguantarás una convivencia inaguantable con tal de no perder la compañía, aunque ésta sea tóxica.
Pero por otro lado, claro, somos animales sociales. Para que la vida merezca la pena de llamarse vida, hay que vivirla con los otros. Diversos estudios científicos han demostrado la importancia no sólo de la conversación y la relación intelectual con los demás, sino del contacto físico. Necesitamos abrazar y ser abrazados.
Está probado que un abrazo disminuye el nivel de cortisol (la hormona del estrés) y la percepción del dolor. No está claro cuántos abrazos precisamos al día: algunos dicen que cuatro, otros que ocho.
Ninguna de estas cifras tiene base científica, pero lo que sí sabemos es que necesitamos el roce animal. Ahora piensa en esos 200.000 ancianos británicos. Ni palabras ni besos. Qué desolado infierno.
No sé cuántos mayores habrá en España en las mismas condiciones. Seguro que demasiados. Porque ese es el problema: puedes haber cultivado familia y amigos, pero ¿y si vives más que todos ellos? ¿Y si la edad te aísla? Me temo que la Secretaría de Estado británica marca el futuro hacia el que el mundo se dirige.
Esa soledad es una epidemia, dicen. Y es verdad. Es un dolor social que sólo podemos paliar si todos colaboramos. Intentemos mirar con algo más de mimo a los ancianos que nos caen más cerca.