En estos días -más precisamente el pasado martes 28 de junio- se recordó el derrocamiento del gobierno civil y democrático del doctor Arturo Umberto Illia, ocurrido en 1966.
Justo es recordar a un hombre que, más allá de aciertos y errores, ejerció la función de gobierno con una probidad y honradez pocas veces emuladas en otras etapas de la vida pública nacional.
Su gobierno puede ser sometido a crítica con la perspectiva que brinda el medio siglo transcurrido, pero en tiempos como los actuales en que los hechos de corrupción surgen como hongos tras la lluvia y están siendo investigados judicialmente, este médico de pueblo salió de la Casa de Gobierno cuando fue desalojado sin respeto por efectivos militares y policiales, sin ser molestado porque hasta los que lo derrocaron sabían que era un paradigma de integridad y rectitud.
Chocaron ideológicamente y eran adversarios, pero el mismo destino les cupo a los 2 presidentes del primer tramo de los años ’60: también Arturo Frondizi se retiró por la fuerza del sillón de Rivadavia y, como su tocayo médico, murió en la pobreza.
Un testigo de los últimos momentos de Illia en la Casa Rosada, en la madrugada en que fue desalojado por la fuerza, el doctor Cyrlen Alberto Zabala, recordó una de las decisiones del mandatario en las horas previas a su injusta destitución.
El ex ministro de Hacienda de Mendoza en la gestión del ex gobernador Santiago Felipe Llaver contó más de una vez que cuando se estaba desmoronando la gestión presidencial del médico de Pergamino, empleados administrativos de la Casa Rosada le acercaron a su despacho bonos de gastos sin rendición de cuenta inherentes a su investidura para que los recibiera y firmara.
El jefe de Estado les informó que no correspondía percibir ningún monto, y ordenó que se rompieran los recibos y anularan los cheques.
Entre esa actitud y la ruta de los dineros públicos robados por funcionarios inescrupulosos, motivo de indagación en los tribunales, hay varios manuales de ética de por medio.
A la distancia, historiadores y politólogos evalúan que el golpe del ’66 que volteó al gobierno constitucional, fue uno de los actos más perjudiciales para la continuidad institucional y el auténtico desarrollo socioeconómico de la Argentina.
Obedeció a varias causas: el posible retorno al poder del peronismo; el enfrentamiento con los capitales petroleros y las empresas multinacionales farmacéuticas; la extraordinaria campaña de acción psicológica a través de todos los medios de difusión que ridiculizaban al presidente y a su esposa, y una coalición entre las estructuras gremiales y los mandos militares e inspirados en la Doctrina de la Seguridad Nacional, son las más mencionadas.
El golpe de Estado planteado por Onganía como “una auténtica revolución” que iba a devolver a los argentinos su fe, su confianza y su orgullo, y que marcaría “el fin de un proceso de deterioro”, implantó un régimen de violencia que se prolongó por muchos años hasta 1983, agravando los problemas de la nación y causando miles de muertes.
¡Qué distinto hubiera sido si la democracia social de Illia hubiera podido llegar a término! El presidente que recordamos falleció en enero de 1983, poco antes de que su histórico partido encabezara la recuperación democrática en el país. Su ejemplo perdura. Quienes lo derrocaron no tienen el mismo privilegio.