Santiago Sylvester, la poesía como pretexto para pensar

Su reciente libro, “El que vuelve a ver”, continúa el desarrollo de su poética reflexiva, permeable a los temas esenciales de la vida. Intensa.

El último libro del poeta Santiago Sylvester, “El que vuelve a ver” (Ediciones del Dock) continúa el desarrollo de su poética reflexiva, permeable a los temas esenciales de la vida como el tiempo, las tierras de la memoria, y el presente, ese fugitivo espacio conjetural. Lejos de un lenguaje recargado de adjetivaciones raras y comparaciones metafóricas oscuras, el suyo es un registro claro que busca la desnudez de la precisión. Poemas que revelan de una manera muy clara, ese estado de permanente contradicción que encarna la naturaleza humana. Sylvester (Salta, 1942) es autor de veinte libros: de poesía, cuentos y ensayos. Autor de varias antologías poéticas y de ediciones críticas, ha recibido premios en Argentina y España. Es miembro de número de la Academia Argentina de Letras.

-Los poemas que reunís en esta nueva entrega, de una forma u otra, insisten en la idea cíclica de la vida. La existencia como un constante recomenzar. ¿Por qué el título 'El que vuelve a ver'?

-Los versos de Goethe que cito al comienzo del libro tienen directa relación con su título: “Siempre me parece, no que veo las cosas,/ sino que por fin vuelvo a verlas”. Se refieren a la sensación de que en el mundo hay una saludable repetición; por eso lo conocemos, lo descubrimos, y podemos tener experiencias. Hay una cierta fascinación al verlas de nuevo; un descubrimiento serio a partir de la segunda vez.

-En un libro como éste, el verso blanco te ha permitido la posibilidad de ampliar tu respiración. Hay una gran libertad a la hora de cuestionar la realidad. A lo que me refiero, es que me resulta más difícil imaginarme este mismo libro como una colección de sonetos.

-El verso libre ya está instalado entre nosotros desde hace cien años, y siempre digo que es el telón de fondo de la poesía contemporánea.

Aunque escribamos en versos medidos y rimados, seremos leídos con ese sonido de fondo, que tiene que ver con las disonancias y las búsquedas formales. Por supuesto, yo me beneficio con la posible aventura que hay en esa libertad. Tengo que agregar que me gusta y siento gran respeto por la forma clásica; me he formado en ella y, hasta cierto momento (en mis primeros libros), la he practicado; pero lo que más me interesa ahora es buscar formas que no me induzcan previamente, que no me organicen anticipadamente el poema ni me lleven de la mano, sino que las vaya encontrando a medida que busco cada poema.

-Asimismo revela, de una manera muy clara, ese estado de permanente contradicción que encarna la naturaleza humana. Y lo hacés a través del vértigo de la conjetura. El poema, una vez más, como espacio para la reflexión. ¿El destino del hombre es la paradoja?

-Hace muchos años en Madrid, hablando de nuestro oficio, Mario Trejo me dijo (y por supuesto, hablaba también de él) que la poesía era para mí un pretexto para pensar. Dicho así, tal vez suene dogmático, pero sin dudas acertaba en el núcleo de lo que escribo: hay algo reflexivo, y debo aceptarlo así, que me convoca a la hora de escribir. Desde hace muchos años no intento “cantar”, sino pensar, hablar o conjeturar: una tarea más mental que celebrante. En cuanto a esa buena pregunta, de si el destino del hombre es la paradoja, de lo que estoy seguro es de que hay algo paradojal en nuestra naturaleza: por ejemplo, nos imaginamos “para siempre” sabiendo de entrada que eso no es cierto.

-El libro está atravesado por momentos de intenso lirismo. Por ejemplo, en "(saber viajar en tren)". ¿Cómo fue la escritura de ese poema?, ¿qué lo originó?

-La experiencia del tren está usada como metáfora de lo inestable, que para mí es uno de los componentes más permanentes de toda vida, incluso de la vida más asegurada y formal. La idea del tren es recurrente en mi memoria, me tocó hacer largos viajes de Salta a Buenos Aires, y viceversa, en el viejo “General Belgrano”: se tardaba dos días para llegar.

En mi época de estudiante no había Universidad en Salta, de modo que me fui a Buenos Aires, y esos viajes tenían algo de inesperado siempre, con paradas en lugares que se llaman Recreo, Loreto, Frías, donde había chicos que vendían catas, tortugas, choclos y patai, y donde una vez me vendieron una gallina hervida que, cuando abrí el paquete para comer, resultó ser un carancho con plumas, pico y garras. Esos viajes me marcaron con su paisaje móvil y sus retazos: una vez me tocó espiar, en una parada perdida en pleno campo, una fiesta de Año Nuevo que me pareció desoladora: un Jefe de Estación con su mujer y su hijo en la galería, rodeados de monte y nada, con una luz mortecina y unos cohetes que sonaban tristísimos; y yo recibía en viaje la llegada del nuevo año. Casi una síntesis de lo que quiero decir.

-Citás a Don Quijote, aludiendo al estilo llano de Cervantes. ¿Preferís sacrificar el sonido de una palabra antes que un significado?

-El inevitable Borges decía que la poesía barroca y la conceptual, a pesar de las muchas diferencias, tienen algo en común: la precisión. Creo que es lo que busco, con mis limitaciones a cuestas. Y creo que la precisión, la palabra insustituible, tiene el sonido que necesita el poema. Es, decir, sonido y sentido van juntos, o pierden ambos el rumbo.

-A esta altura en tu experiencia como poeta, ¿qué prejuicios sentís que has logrado superar?

-Creo que lo que más me ha tocado superar son el mito y el prejuicio (que siguen más o menos en pie, y ahora reclamados por el turismo) de que para ser poeta del Norte (finalmente mi tierra) había que escribir de ciertos temas (predominio de lo rural) y de determinada manera: el canto como emblema. Mi poesía ha ido por otro rumbo, y por supuesto me reivindico salteño. Para mí, no sólo ha cambiado el Norte, también he cambiado yo; y me parece que es cada vez más cierta aquella afirmación de Yeats de que un poeta es más de su época que de un lugar. Ya ves que de todas maneras, aún discutiendo, sigo con mi tierra a cuestas.

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