El taller de trabajo de don Armando Beningazza está al fondo del garaje; un pequeño lugar que es también una rústica juguetería congelada en el tiempo, detenida a mitad del siglo pasado cuando los trompos y los autos de madera, que él aún construye, llenaban las horas de juego de muchos niños.
“Soy artesano juguetero; supongo que el último que queda en la región y es cierto, tengo un oficio para el que ya casi no hay mercado”, reconoce el hombre mientras acomoda unas tablas de álamo sobre su mesa de trabajo: “Pero eso no me preocupa porque me divierto con lo que hago y además, todavía queda por ahí alguna gente que busca mis juguetes”, agrega con una sonrisa.
Armando nació a fines de 1930 y con algo de nostalgia o tal vez con ironía, dice que aquel fue el último año en el que se hicieron las cosas bien: "Después, el país ha sido todo un lío, ¿no le parece?", comenta sin esperar respuesta, con la vista sobre la mesa y concentrado en lo suyo: dándole forma con una lija fina a los guardabarros de un pequeño Ford A. Así, con cada pasada de su mano, el aire se llena del polvillo que suelta la madera y que flota en el grueso rayo de sol que entra por la ventana.
“Acá tengo buena luz para trabajar todo el día y a veces me paso horas en esto”, explica en su taller, donde hay un torno, la caladora, el resto de las herramientas, algunos cuadros de la familia o de amigos y también esa ventana luminosa que da al patio de su casa, en el barrio Jardín, de San Martín.
“Mi papá fue un gran laburante y tenía un aserradero no muy lejos de acá; cuando yo estaba en cuarto grado le dije que quería dejar la escuela, él me miró serio y me contestó que no quería vagos en la casa. Así fue que con 10 años empecé a trabajar en un taller metalúrgico, al principio pasando la escoba, que era como se empezaba a aprender un oficio en aquellos años”.
Allí, en aquel taller y siendo poco más que un niño, Armando aprendió el trabajo y con solo 16 años llegó a maestro tornero, un oficio que nunca perdió y que hoy practica con destreza en cada juguete que fabrica. Con paciencia y en ocasiones a pedido, don Armando construye autos, aviones, camiones y trenes; también trompos y baleros, casitas de muñecas, marionetas y hasta bastones y baúles.
Sus vehículos de madera no son réplicas sino imitaciones que en algunos casos tienen gran parecido con el original y en otros no tanto, aunque lo importante es la simpatía que despiertan esos juguetes y que acarrea en muchos la nostalgia de otras épocas.
“Capaz que usted no va a creer, pero yo vendo más juguetes para el Día del Padre que para el del Niño”, cuenta y sigue: “Y es lógico. Los pibes de ahora juegan a otra cosa, no les interesan mis autitos de madera y ya no andan por las veredas tirando con una piolita de algún camión. Eso se acabó”.
-¿Y qué siente cuando ve eso?
-Y... un poco de pena, pero capaz que sea una pena egoísta por no ver más lo que yo viví. Ahora los niños están con las computadoras y ese tipo de juegos. Por eso es que yo le digo que le vendo a los más grandes.
Y me cuenta entonces del coche autobomba que construyó para el cuerpo de bomberos de Las Catitas, del tren que le compró un viejo ferroviario de Palmira o del Citroen 3CV que una mujer le encargó para regalarle a su papá: “Es que el hombre siempre tuvo uno de esos y ya no podía manejar más. Le dije a la hija que me trajera una foto del auto de frente y otra de perfil, y se lo armé en una semana. Se fue contenta”, recuerda.
Mientras lo veo trabajar, le pregunto cuándo comenzó a fabricar juguetes de madera y me dice que de algún modo lo ha hecho siempre: “Solo que cuando era niño me las ingeniaba con lo que tenía: las ruedas de mis autos eran latas de picadillo o corchos de bordalesas”.
Y cuenta mientras busca algo en unas cajas apiladas contra la pared: “Pero en agosto de 1994 casi que no la cuento. Resulta que me pusieron cuatro by pass y el médico me dijo clarito: ‘Beningazza, con el corazón no se jode más y si de verdad quiere seguir viviendo, olvídese de los esfuerzos’. Era domingo y Día del Niño, una premonición la fecha. Ahí fue que me decidí a fabricar juguetes de madera para vender”.
Al final encuentra y baja unos baleros: “¿Usted sabe jugar?”, me pregunta mientras hace volar la esfera atada al cordel como en cámara lenta y, con un movimiento preciso de la muñeca, emboca el palo en el agujero: “No, la verdad que podría estar todo el día y creo que no embocaría una”, le contesto.
-Pero es fácil -insiste y acierta una, dos, tres veces seguidas-. Cuando salgo a vender juguetes, me pongo a jugar con el balero, para llamar la atención, ¿vio?
Se entusiasma y busca entre el montón algunos aviones de la Primera Guerra y autos de competición del Turismo Carretera: “Tengo el de Gálvez, el Chevrolet colorado de Balcarce, el de Víctor García, de Alvear”, describe y muestra.
-¿Y éste? -pregunto.
-Ah, ése es el Chevrolet del año ‘30 de mi papá. Me salió igualito y lo pinté verde, como el que tenía él. Si se fija por las ventanillas, adentro estamos nosotros: al volante mi papá, Domingo; mi mamá, Sara, lo acompaña; y atrás vamos mi hermano mayor y yo -enumera y señala cuatro palitos con sonrisas y ojos pintados que viajan en el auto. Hace una pausa y completa: “Todos mis vehículos tienen gente adentro, eso les da vida. ¿No le parece?
"El semáforo es el mejor lugar para venderlos"
Don Armando Beningazza está casado con Elba y tienen tres hijos varones que ya hicieron sus propias familias y le dieron también algunos nietos. Cada tanto, el hombre decide salir a vender sus juguetes y los carga en el baúl de su Ford Escort modelo ‘99.
Por lo general, elige algún semáforo de la ciudad para detenerse y allí monta su pequeño almacén de juguetes: “El semáforo es el mejor lugar porque le da tiempo a la gente a mirar mientras espera”, dice, con la seguridad del que ya ha probado distintos recursos.
-¿Y se vende?
-Y... poco, pero algo vendo. Siempre en los semáforos o a veces me voy al parque de Mendoza. A los festivales les esquivo, fíjese que las municipalidades me invitan pero yo les esquivo porque a esos lugares la gente va con lo justo. A la que sí voy siempre es a la fiesta de Santa Rosa de Lima, pero por devoción porque llevo los juguetes pero nunca vendo nada.
Don Armando tiene casi 87 años y sigue manejando: “Ahora dan el carné hasta los 90 y eso, claro, si uno anda bien como para seguir manejando. Yo hasta acá no tengo problemas y pienso seguir con esto mientras me sienta con ganas. Tengo a mi esposa con algunos problemas de salud, pero vamos tirando. Todo jubilado debería ocupar la cabeza en algo, no digo seguir trabajando, pero tener cosas que hacer, que lo entretengan, que le limpien la cabeza”.