Por Arq. María Florencia Oña La Micela
Instrumento preciso para dominar los mecanismos espaciales de la arquitectura, la ausencia de color es signo de pureza, simpleza y neutralidad. Esto, además de favorecer condiciones térmicas para nuestro clima.
La Galería Nacional de Arte (National Gallery of Art), en Washington DC, exhibe una habitación completa dedicada a exponer el trabajo del escultor estadounidense, Alexander Calder. Se trata del espacio más grande dedicado a la obra de este reconocido maestro de la modernidad.
Al acceder a este ambiente, los sentidos se potencian y crece la admiración por la belleza desnuda y singular de cada uno los móviles expuestos. Silenciosos objetos que, con un finísimo detalle, llenan el espacio y provocan un atractivo sensorial maravilloso. Es que la grandiosa obra de Calder se centra en el desarrollo de esculturas móviles realizadas con atención dedicada al balance suspendido de las formas geométricas que conforman las piezas. Partes que se mecen al ritmo de la atmósfera circundante.
Lo grandioso de este tranquilo movimiento es que las figuras, su forma y su silencio se magnifican con el encuentro del blanco circundante de los muros de la habitación. Allí la sombra proyectada de las piezas es un atractivo aparte. Las delicadas siluetas son atravesadas por la iluminación estratégicamente colocada, lo que -incidida por la luz- materializa réplicas en la pared blanca. El muro liso se convierte así en el segundo protagonista de la obra ya que la iluminación y el movimiento son los elementos que otorgan ese carácter asombroso al espacio.
En la arquitectura ocurre algo similar. La luz en movimiento a través de las horas consigue diálogo con el ambiente, el recorrido y el hombre. La conjunción precisa de estos elementos son los que generan la arquitectura.
El arquitecto Alberto Campos Baeza lo expone de la siguiente manera: “El blanco en la arquitectura es algo más, mucho más, que una mera abstracción. Es una base firme, segura y eficaz para resolver problemas de luz: para atraparla, para reflejarla, para hacerla incidir, para hacerla resbalar. Y controlada la luz e iluminados los blancos planos que lo conforman, el espacio queda controlado.
¿Cuál es la magia de la arquitectura sino poner en prodigiosa relación al hombre y al espacio a través de la luz? Por encima de lo anecdótico, entonces, la utilización del color blanco, el blanco certero, es instrumento preciso para dominar los mecanismos espaciales de la arquitectura.”
Este hecho se ve evidenciado en sucesivos ejemplos de obras arquitectónicas construidas por maestros a lo largo de la historia. Una de ellas es la casa Farnsworth, donde el blanco radiante exalta la silueta clara de la vivienda contraponiéndola al verde de su entorno. De este modo, el contundente blanco - color deslumbrante e insuperable de la acrópolis- de la Villa Savoye se asienta sobre el terreno de forma austera y abstracta.
Lo grandioso de este tranquilo movimiento es que las figuras, su forma y su silencio se magnifican con el encuentro del blanco circundante de los muros de la habitación.
Los acabados en un edificio tienen incidencia en el rendimiento energético del mismo, lo que está relacionado, sobre todo, con la utilidad térmica y el beneficio de la iluminación natural (reflexión y dirección de la luz).
El diseño solar pasivo del edificio puede prever, en este contexto, el uso de algunos elementos como muros y suelo. Las terminaciones utilizadas facilitan u obstaculizan la función térmica. El uso de partes oscuras en los suelos aumenta su capacidad de absorción de calor y funciona como almacenamiento térmico. Los acabados de colores claros, en tanto, reflejan la luz y el calor; lo que no es absorbido ni almacenado.
El blanco es signo de pureza, simpleza, neutralidad de lo universal en el espacio, lo eterno y lo atemporal. Contiene, también, capacidades térmicas favorables para nuestro clima.