"Cuando le dije que iba a sacar la viña para plantar rosas, el dueño de estas tierras me miró raro y después me preguntó si estaba loco. No lo podía creer. Igual me vendió la propiedad y yo armé este vivero, donde solo hay rosas. Hoy cultivo más de 180 variedades", cuenta Armando Funes, que tiene 74 años y que desde hace más de 50 es un rosalista, un cultivador de rosas que conoce sus secretos y también su historia.
Armando me recibe de mañana, a la hora en la que el sol apenas comienza a trepar el horizonte y aunque es temprano, él ya lleva un rato trabajando en su vivero: “Pase, pase que le muestro”, invita gentil y mientras camina por los surcos y cada tanto se detiene a mirar algún detalle en las plantas que se me escapa, me cuenta historias y me habla de la obsesión que los romanos tenían por las rosas o de la importancia de las primeras plantas que llegaron a Europa desde Persia y que ayudaron a introducir características nuevas, como el color amarillo en los pétalos.
“Nunca los poetas han hablado tanto de una flor como de las rosas, están presentes en toda la literatura”, se entusiasma.
-¿Y a usted, don Armando, por qué le gustan tanto?
-Por la variedad, por sus colores y por sus tonos. Hay tantas y tan distintas que ninguna flor puede alcanzar su belleza -me contesta y para respaldar sus palabras busca, corta y me muestra una rosa Hidalgo, enorme e imponente, cuyo rojo aterciopelado explota en cada pétalo y llena la vista.
El vivero de Armando está en San Martín, al norte de la ruta 7, en un predio de 2 hectáreas que tiene como vecino al único monumento nacional que hay en el departamento: el oratorio de Alto Salvador, una antigua capilla religiosa de estilo colonial, que fue consagrada a mediados de siglo XIX. Allá la vieja capilla, acá las rosas.
“Tengo espacio suficiente para armar viveros y rotarlos cada temporada”, dice Funes y explica que eso le permite abonar la tierra y darle tiempo a que se recupere.
“Es que uno de los secretos tiene que ver con la calidad de la tierra. Anote un consejo: tiene que ser gruesa, llena de nutrientes y abonos. Además, nunca plante un rosal donde hubo otro porque el segundo será una planta débil ya que el primero habrá consumido los nutrientes. Y una cosa más: nunca enlagune, riegue pero no se exceda”, explica con los detalles de un manual, arrodillado sobre la tierra y meditando la calidad de un injerto que Vanesa, su mujer, ha practicado en los últimos días.
“Tengo una buena pareja, es una mujer compañera y trabajadora. Está aprendiendo rápido”, dice y confiesa que le lleva más de 50 años.
-¿La conquistó con rosas?
-Sí, puede ser. Ella tiene 22 años, soy un hombre afortunado con su compañía -sonríe mientras la mira trabajar, alejada unos metros, en otro paño del vivero.
Armando camina entre las rosas y muestra las primeras que cultivó en ese predio, a comienzos de los años ‘80, cuando apenas había comprado la propiedad. Están en el límite del vivero, muy cerca de la calle, y son unas rosas con troncos tan gruesos como el de un olivo añoso.
“El rosal comienza a perder fuerza a los dos o tres años y por eso, es importante saber podar. Con las rosas ocurre como con la viña, se poda de un año para otro y se dejan los tallos más jóvenes; así la planta consigue nuevo vigor”.
Retoma el paseo hacia los fondos de la propiedad, muy cerca de los alambrados que separan los viñedos vecinos, donde un grupo de obreros levanta la cosecha de uvas.
Don Funes camina y explica que además de la rosa de pie bajo, la más habitual en los jardines, existen otras variedades y cada una se adapta a una necesidad.
Así, hay rosas trepadoras y rastreras; arbustivas y enanas; hay de macetas y también de balcones; con y sin espinas; finalmente, las hay aromáticas y otras que carecen de olor.
“En realidad hay casi un centenar de especies y dentro de ellas, una enorme variedad, más de 30.000, a partir de las diversas hibridaciones y cada año surgen nuevas. Yo creo haber conseguido algunas”, cuenta orgulloso.
Por eso las rosas están entre las flores más comunes ofrecidas por los floristas y el rosal es una de las plantas más populares, incluso existen jardines específicos llamados rosaledas o rosedales.
A veces, Armando acepta la invitación y sale de su vivero para visitar rosedales ajenos, cultivados en jardines, en parques o incluso en los callejones de las fincas más vistosas de la región: “Son amigos que me piden que les dé una mirada a sus plantas, que les enseñe a podar o a hacer algún injerto”.
La mañana avanza y don Armando anota encargos: vende rosas en toda la provincia, también le llegan solicitudes desde otros puntos del país y no es raro que tenga pedidos de hasta mil plantas.
“Mi vida está en este vivero, entre estas rosas. Le diría que huelo a rosas”, dice y completa: “Vanesa es una buena compañera y si Dios quiere será la encargada de seguir con esto cuando yo ya no esté. Eso me tranquiliza”. Luego, retoma la marcha entre sus plantas.
Consejos para un rosalista novato
Armando Funes es un rosalista con más de 50 años de experiencia y durante la charla, va contando algunas reglas básicas para tener en cuenta por quien quiera cultivar un rosal.
Dice que la calidad de la tierra es fundamental, incluso más que en la mayoría de las plantas: “Debe estar bien abonada y ser generosa en nutrientes. No habría que plantarlo donde hay restos de escombros a poca profundidad o donde ya hubo un rosal anteriormente”.
Cuenta que para trasladar un rosal desde el vivero hay que hacerlo a raíz limpia y con la planta envuelta en un diario húmedo: “Lo importante es que la planta no se deshidrate y por eso debemos evitar que le dé el aire durante el viaje”.
Aconseja, además, no enlagunar el jardín donde se encuentra el rosal: “Hay gente que deja la manguera unos cuantos minutos y luego viene a quitarla. Ese es un error, lo mejor es darle solo un poco de agua a diario”.
Por último, propone aprender a podarlas: “Un rosal comienza a perder vigor al tercer año y por eso, es necesario saber podar y dejar solo los tallos más jóvenes”.