Los países que ocupan los extremos norte y sur de América se parecen y se diferencian, Argentina y Canadá. Ambos cubren geografías extensas y pródigas, están poblados por gran diversidad de comunidades, es decir pueblos y culturas, tienen similar cantidad de habitantes y hasta de densidad poblacional descartando las extensas y casi deshabitadas mesetas del norte canadiense de clima extremadamente cruel.
Sus sociedades difieren notoriamente. Me resisto a las simplificaciones cuando se trata de fenómenos sociales. Protesto cuando oigo justificar o explicar un hecho social por un solo factor, lo que ocurre a menudo. No se me escapa que, en todo proceso de este tipo, las causales a considerar son múltiples y actúan de manera intrincada, sus efectos se encadenan y son difíciles de rastrear. Todo análisis en ese sentido será, fatalmente, una reducción del problema. Intentaremos por lo tanto sólo marcar algunos hechos y medio esbozar causas posibles. No da para más.
El análisis superficial puede en este caso resultar de todos modos válido pues, si bien en el fondo los seres humanos y luego las sociedades somos todos iguales, nuestra vida diaria, la rutinaria, no se desarrolla muy en el fondo sino más bien en la superficie y es ahí donde las diferencias se perciben claramente.
"Canadá es un abanico multicultural", dijo Pierre-Elliott Trudeau, quien fuera primer ministro Federal del Canadá, importante político en las décadas del '60, '70 y '80, figura central en la construcción de la sociedad canadiense moderna (padre del actual premier, Justin Trudeau).
Tengo desde mi llegada a este país la sensación de habitar una pequeña célula y pertenecer a ella, la de la comunidad argentina de mi pueblo, que interactúa con muchas otras, las de las otras comunidades. Todas están separadas pero no son estancas.
Es una sociedad atomizada en comunidades que conviven armónicamente. Las políticas migratorias establecidas en aquella época se mantienen al día de hoy y son diametralmente opuestas a las que se aplicaron en Argentina.
Allá se trabajó fuertemente en construir una identidad nacional de modo que los hijos de inmigrantes, incluso los niños nacidos en países extranjeros y educados en Argentina, desarrollaran rápidamente un sentir argentino.
En Canadá es lo contrario; en las escuelas, en los centros de deportes, en todos los sitios se estimula a los niños a conservar su cultura original y aceptar las otras.
Dos modelos opuestos igualmente exitosos, en mi parecer. Sin embargo, se viven realidades muy diversas. En Canadá los pobres tienen sus necesidades básicas muy bien cubiertas y se disfruta de una extraordinaria paz social.
Hay robos, hay delincuencia, hay mafias, sabemos que eso existe, pero no forma parte de nuestra vida cotidiana, es marginal, no se transforma en una preocupación permanente. No tenemos rejas en las ventanas, ni muros medianeros, los autos duermen en la calle. No estamos preocupados por esas cosas. En Argentina, lamentablemente, es lo contrario.
Un valor importante de la sociedad canadiense es el respeto. En Argentina lo es el individualismo. El canadiense trata de no atropellar a nadie, el argentino de no dejarse atropellar. El argentino vive atropellado; al canadiense no lo atropella nadie.
Una buena manera de saber cómo socializa un pueblo es observar el tránsito vehicular. Me parece un laboratorio social empírico de primera clase. Muchas personas al comando de grandes masas móviles tratando de ocupar al mismo tiempo un espacio común al que todos tienen derecho. Es físicamente imposible, lo que obliga a acordar normas y fijar prioridades.
En Canadá se respetan esos acuerdos y la gente se comporta amigablemente. El auto se utiliza como medio de transporte. En Argentina se irrespetan y la gente se comporta agresivamente: el auto se usa como arma.
He vivido en ciudades donde el tránsito es peor y mucho peor que en Argentina. No somos los peores del Mundo. Y en Canadá estamos lejos de la perfección (eso no existe), pero vale como parámetro de comparación.
Donde dice PARE, se para. Donde hay una intersección muy concurrida, se pasa de a uno alternativamente por lado. Donde hay un embotellamiento en la autopista, se conserva el lugar sobre el asfalto, no se circula por la banquina.
Resultado, pasamos todos rápidamente. En Argentina intentamos todos ser los primeros y todos nos demoramos el doble o el triple. Sin contar las más de veinte mil víctimas anuales que esa conducta salvaje produce (ocho mil, dice la estadística oficial, muy optimista).
Se ven algunos manejando muy torpemente en Canadá, pero con gran apego a la ley. En Argentina hay conductores hábiles (también mateos, a no engañarse), pero notoriamente menos respeto por las normas. Somos todos tan vivos que actuamos como tontos. Acá parecemos tontos, pero los resultados demuestran que ése es el comportamiento inteligente.
Sin perder de vista la advertencia inicial, sin pretender por lo tanto dar una explicación determinante, creo vislumbrar un factor muy influyente que puede empezar a explicar esa conducta de los canadienses: respeto a la autoridad.
Es una norma muy internalizada. Toda forma de autoridad es respetada y diré mejor, es indiscutible, porque ya no es el respeto lo que parece hacer la diferencia sino la aceptación de la autoridad. A los argentinos nos resulta chocante a veces. Reconozco que yo mismo, después de tantos años viviendo en este país, suelo sentirme incómodo con ese hábito tan arraigado.