El encuentro del G20, que se realizará en Buenos Aires entre el 30 de noviembre y el 1 de diciembre, será el acontecimiento más importante de la historia diplomática argentina. Para un país de desarrollo medio cuya capital se sitúa a trece horas de vuelo de las principales ciudades del planeta, la importancia del evento resulta difícil de exagerar.
La reunión puede ser también una oportunidad para que el gobierno de Mauricio Macri comience a mostrar una política exterior más inteligente y sutil, consistente con el mundo tal cual es y no como le gustaría que fuera.
Urgido por el tic tac electoral que se acelera, el gobierno trabaja para convertir a la reunión en un triunfo político. La necesidad lo apremia. En un marco de inflación desquiciada, deterioro de los indicadores sociales -la pobreza subió del 25,7 al 27,3 por ciento y el desempleo del 8,7 al 9,6 por ciento- y una recesión que según los especialistas se extenderá hasta bien entrado el año que viene, el desfile de líderes mundiales puede ser la única buena noticia que ofrecerá a la sociedad desde la corrida cambiaria de mayo, que desató una devaluación feroz.
El encuentro del G20 se inscribe en el marco de la nítida reorientación de la política exterior argentina decidida por Macri desde su asunción como presidente. No se trata de un antojo improvisado. En contraste con una gestión económica tortuosa, marcada por frecuentes cambios de rumbo, la estrategia internacional fue, desde el principio, clara. Por un lado, las dos líneas principales de la política exterior argentina desde el regreso de la democracia -el reclamo pacífico por la soberanía de las islas Malvinas y la integración económica con Brasil- se mantuvieron, aunque con un tono menos belicoso en el primer caso y menos entusiasta en el segundo.
Sin embargo, el endurecimiento de la posición frente a Venezuela, la búsqueda de un acercamiento con la Alianza del Pacífico y una prematura tensión con China ante la decisión de revisar una serie de acuerdos ya firmados, confirman que el macrismo ha ordenado un giro, reforzado por el cambio más publicitado de la nueva etapa: el "retorno a Occidente".
Este realineamiento parte de la idea de que el kirchnerismo, cegado de populismo, descuidó a Estados Unidos y a Europa Occidental -los socios tradicionales de la Argentina- para emprender proyectos de integración folclóricos o alianzas peligrosas con potencias desconocidas.
Para retomar un camino considerado no solo histórico sino incluso natural, Macri dejó de lado la retórica antimperialista desplegada por el gobierno anterior e inició una gira de reuniones y viajes: recibió a Barack Obama, primer presidente estadounidense en visitar Argentina desde 2005, volvió al Foro de Davos y se encontró, entre otros líderes, con François Hollande y Angela Merkel.
El resultado fue sobre todo político. En mayo pasado, cuando las fuentes de financiamiento privado se cerraron y el fantasma del default comenzó nuevamente a sobrevolar la economía argentina, Macri retomó conversaciones con el FMI y, pese a una serie de desaciertos a lo largo de la negociación, que incluyeron el cambio de presidente del Banco Central, consiguió el mayor préstamo en la historia del organismo. El apoyo habría sido imposible sin el aval de los representantes de Estados Unidos y Europa en el directorio del FMI.
El giro pro-Occidente, sin embargo, no alcanzó para convencer a los inversores, abrir nuevos mercados para las exportaciones argentinas ni domesticar a los operadores del casino financiero global.
La inversión extranjera directa no financiera se mantiene en niveles similares a los del final del kirchnerismo y la economía argentina -aunque más grande en tamaño a la chilena, la colombiana o la peruana-, sigue recibiendo menos inversiones del exterior.
Las exportaciones tampoco mostraron una mejora, ni en cantidad ni en diversidad. Y en cuanto a los mercados, la crisis cambiaria demostró que se mueven con una autonomía que no distingue la ideología del país en el cual -contra el cual- apuestan.
Recientemente, tanto Standard & Poor's como Fitch degradaron la calificación de riesgo de la deuda argentina, hecho que confirma que las finanzas no creen en alineamientos geopolíticos.
Pero a veces tampoco los presidentes, por más occidentales, modernos y globalistas que sean. Presionado por la tenaz inflexibilidad de sus agricultores, Emmanuel Macron descartó la posibilidad de avanzar en el corto plazo en un tratado de libre comercio entre el Mercosur y la Unión Europea, uno de los principales objetivos de la política exterior argentina. Otro golpe para "el retorno a Occidente" de Macri.
La ausencia de resultados concretos resulta dramática para un gobierno cuya concepción económica descansa en la muy liberal idea de que son la inversión y las exportaciones -no la demanda del mercado interno- las que echarán a andar nuevamente la rueda del crecimiento, el consumo y el empleo. Pero este modelo, que puede haber sido eficaz a comienzos de la década de los noventa, no se condice con la situación actual: lejos de la ilusión globalizadora de hace dos décadas, el comercio internacional se estanca, los flujos de inversiones se ralentizan y aparecen liderazgos y movimientos de una prepotencia proteccionista propia del período de entreguerras, como Donald Trump o el brexit.
En este marco, el gobierno argentino debería dejar de lado la mirada ingenua que orienta su estrategia de inserción internacional. El contexto es propicio.
Argentina, igual que otros países de América Latina, es territorio de una disputa hegemónica cada vez más abierta entre Estados Unidos y China. En lugar de alinearse acríticamente con Washington, Macri podría ensayar un coqueteo más astuto con los dos polos: aunque la relación no está exenta de riesgos, China ofrece inversiones en infraestructura, el mercado potencialmente más grande del mundo y apoyo financiero en momentos críticos. Al mismo tiempo, podría buscar algún tipo de coordinación con México y Brasil -los otros dos países de la región representados en el G20- para avanzar en temas de interés mutuo, como los efectos de la guerra comercial o los subsidios agrícolas.
Se trata, en suma, de desarrollar una política exterior enfocada en asuntos concretos, en lugar de seguir ilusionándose con volver a un mundo que ya no existe.
José Natanson es director de Le Monde Diplomatique, edición Cono Sur