Carlos Salvador La Rosa - clarosa@losandes.com.ar
Hoy, como siempre, el peronismo se prepara para un nuevo cambio de piel que se adapte mejor a los nuevos tiempos que vienen. Es una herencia -incluso mejorada por el devenir biológico- de Juan Perón, quien fue un maestro de la contradicción dialéctica: a cada uno le decía lo que quería escuchar y lo hacía con una guiñada, como insinuándole que a él le daba la razón de veras, mientras que lo que les decía a los demás era de mentiritas.
Luego de su muerte todos vinieron a exigir la propiedad absoluta de su verdad pero todos se quedaron sin herencia porque resultó que no había ninguna verdad. Que el peronismo era Perón y nada más, con todas sus contradicciones a cuestas.
Sin embargo, pese a lo que se podía suponer, el movimiento no desapareció y con el tiempo incluso creció más, si no en el fervor popular, al menos institucionalmente, como dice en esta misma edición de Los Andes Rosendo Fraga, quien afirma que en la Argentina cada vez hay menos peronistas pero al peronismo cada vez se lo vota más.
No obstante, debieron pasar quince años hasta que alguien suplantara el liderazgo del General. Ese fue Carlos Menem, que más que un peronista de la contradicción lo fue de la imitación. En 1982, cuando creyó que Isabel volvía, fue el único que le envió un ramo de rosas.
En 1984 se hizo de la renovación peronista y fue el primero en pegarse al alfonsinismo en auge, así como fue el primero en alejarse del alfonsinismo en decadencia. Y para ganar las elecciones se hizo promalvinero, tratando como héroes a los golpistas de Rico y Seineldín.
Hasta que llegó al gobierno y devino más neoliberal que la Escuela de Chicago y el Consenso de Washington juntos. Siempre exagerando, pero en tanto se iba comiendo a todos los que creían que él en serio pensaba como ellos: así, destruyó a la renovación peronista, logró que Alfonsín renunciara, metió preso a Seineldín y se chupó hasta el último liberal transformando a esa opción política en mala palabra.
Imitando ideologías, las asimiló y destruyó, haciendo engordar a un peronismo que ya se iba preparando para vomitar todo lo que tragó el menemismo, para dedicarse a deglutir otras ideologías aún no degustadas por el camaleónico movimiento.
El kirchnerismo, en vez de querer subsumir a todo el país en su identidad, como Menem, lo que quiere es tener bien identificados a ciertos enemigos inventados por él, contra los cuales crecer.
Es siempre el bien contra el mal, que a falta de poder definir bien al bien, define perfectamente bien al mal. Las ideas de facción y de exclusión, que jamás pudimos superar desde la independencia, las asume con naturalidad el kirchnerismo, y algo en lo profundo del pueblo no las rechaza, al menos en parte.
Como que el kirchnerismo hubiera rescatado de adentro nuestro el corazón bárbaro que se resiste a desaparecer si sólo se le ofrece como alternativa institucionalismos formales que no parecen mejorar la vida.
El kirchnerismo trajo la novedad de rescatar exitosamente cosas del viejo peronismo que casi unánimemente parecían condenadas por la historia, incluso por la mayoría de los peronistas: el Perón más autoritario de sus primeros gobiernos y el camporismo de los jóvenes montoneros que se enfrentaron en los 70 al último Perón.
Lo que construyeron los K fue una ideología excluyente que se justifica en nombre de un fin benéfico superior que permite el uso de medios inferiores ante el mal superior que se está combatiendo.
A la dictadura de los burgueses se la combate con la dictadura del proletariado, decía Lenin. A la dictadura de los medios se la combate con el autoritarismo faccioso, dicen los K. El que fuera para los peronistas renovadores de los 80 el peor Perón, vuelve a ser el mejor según la nueva mutación justicialista.
Y frente a ese rescate del peronismo faccioso, como reacción casi inevitable vuelve a renacer un viejo antiperonismo de manual. Ese que siempre aparece cuando surge en el horizonte político una esperanza de poder borrar del mapa a todo el peronismo, tal cual la ilusión de 1955 con la Libertadora o la de 1983 con Alfonsín. Hoy una parte del macrismo quiere expresar esa opción de ir desperonizando el país con la convicción de que mientras menos peronismo más república.
Claro que cuando el intento antiperonista de hacer desaparecer al peronismo fracasa, llega el intento de la integración. Lo que quiso hacer Frondizi con Perón, o Alfonsín en una segunda etapa con la renovación peronista. Y allí es cuando ocurre lo previsible: que los integrados acaban con los integradores y se quedan con todo borrando del mapa a Frondizi o Alfonsín y ellos más fortalecidos que nunca.
El antiperonismo actual viene a intentar nuevamente desperonizar el país con la esperanza de que al haber menos peronistas que nunca, sólo se trata de desarmar el sistema superestructural justicialista y entonces éste caerá por falta de representatividad social.
Sin embargo, ya son muchas las experiencias que demuestran que el peronismo siempre se escapa de las trampas que le arman, convirtiéndose en víctima de los que quieren borrarlo del mapa o integrarlo a otras ideologías. Porque tiene una inusual habilidad para olfatear las tendencias más nuevas de la política y ponerlas a su favor.
Así, de la contradicción en Perón, la simulación en Menem y el faccionalismo en los Kirchner, ahora el PJ se está preparando con Daniel Scioli para intentar quedarse con todo a partir de no ser nada.
No es que el sciolismo o el pejotismo (el peronismo de las burocracias, las cortes y los caciques locales) busque el justo medio, sino aguar todas las posiciones, de modo que todas puedan significar lo mismo en general o no significar nada en particular.
En momentos de un liderazgo fuerte como lo es el de Cristina, que obliga a definiciones taxativas, quien no quiera darlas debe disfrazarse de nada para sobrevivir. Aunque más que disfrazarse, la realidad es que detrás no hay ningún Scioli verdadero, sino que el que aparece es el único real, tal cual se muestra.
Scioli es ese que nunca dice nada, que sólo falta ver qué hará cuando no tenga a nadie por encima de él, pero que si puede seguirá con su eterna ambigüedad. Él expresa el nivel más bajo de la política junto al nivel más alto de la sobrevivencia. Algo que coincide bastante bien con los requerimientos de un país despolitizado, que sin embargo en la última década aceptó ser conducido por uno de los gobiernos más politizados de la historia.
Scioli pretende corregir esa brecha poniéndose a favor de la despolitización, pero siguiéndole la corriente a los ultrapolitizados. No quiere ni mantener ni profundizar ni cambiar por otro el actual régimen, sino vaciarlo de todo contenido para que dentro de él pueda caber lo que más convenga, según el momento.
Quiere -quizá sin saberlo conscientemente- que el peronismo logre ser todo y nada a la vez, que aunque no quede un solo peronista en la Argentina, todos sus gobiernos lo sean.
Es que Scioli no es sólo Scioli, él expresa a todas las burocracias peronistas que lograron sobrevivir a la renovación, al menemismo y al kirchnerismo y que ahora quieren gobernar directamente ellas. Intenta expresar a los que siempre bajaron la cabeza ante el líder o la tendencia ocasional y que por lo tanto ya no tienen nada más que defender excepto su propia permanencia en el poder.
En fin, que el peronismo sigue siendo, como decía John William Cooke, el fenómeno maldito del país burgués. Porque no se lo puede adaptar ni se lo puede destruir. Y tiene una capacidad de mutación notable. Además sabe aprovechar formidablemente bien los errores ajenos y borrarse de los propios.
Por eso no hay para la Argentina otro camino que la síntesis en su significado hegeliano. Que la tesis y la antítesis se fusionen en algo totalmente distinto que, sin embargo, surja de ambas. Es que las dos más grandes corrientes históricas de la Argentina ya están demasiado gastadas para gestar algo nuevo, pero a la vez están metidas demasiado dentro nuestro como para simplemente poder hacer desaparecer a una, la otra o ambas.
Están llenas de pecados: la tradición liberal y republicana defendió muchos golpes de Estado, la nacionalista-populista muchos experimentos autoritarios o facciosos. Nadie puede arrojar la primera piedra. De lo que se trata, entonces, es de construir una nueva cosmovisión donde ambas dejen de existir y por ende de seguir peleando entre sí.
Una síntesis para la cual hay simientes más por abajo que por arriba si alguien por arriba asume esas banderas. Sin ella no hay salida. Ni la facción unilateral ni la integración de dos esquemas gastados alcanza. Además, entre los dos se pueden llevar puesto al país.
Si no se lo sintetiza con sus opuestos en algo distinto y superador, el peronismo seguirá mutando al infinito, porque hasta en antiperonismo puede mutar. Puede ser esto y lo contrario, y entonces siempre estará presto para seducir a cualquiera. Tiene más capacidad de adaptación biológica y social que sus alternativas, por eso quien quiera prescindir de él para construir algo sin él, estará condenado no sólo a repetirse sino a fracasar siempre.
La misión de nuestro tiempo no es tanto la de calificar mejor o peor al peronismo, sino la de lograr que deje de ser el hecho maldito del país burgués, más ahora que no hay ningún país revolucionario que pueda sustituir al país burgués.