Para intentar ser justos, lo primero que hay que decir cuando uno habla de don Donato Manrique es que se trata de buena gente; después viene lo demás: su historia, sus modos y todo aquello que lo completa como persona y que a sus 90 años lo hacen un vecino querido y respetado en Santa Rosa.
“Siempre he andado por la derecha, sin macanear a nadie”, resume Donato en una frase que se dice fácil, pero que no todos pueden sostener con el cuero.
Invita a pasar a su casa, donde vive con Marta, una de sus hijas, y, mientras se acomoda debajo de la luz de un foco sostenido en un pedazo de cepa, comparte unos salames y pan.
“Mire, a la tierra hay que quererla como a la dueña de casa, porque es la única manera de sacarle los mejores frutos. Si usted tira semillas es una cosa, pero si primero amasa la tierra será distinto y mejor”, dice este hombre que aunque nunca fue a la escuela, sabe tanto de cultivos que hasta los agrónomos lo consultan a la hora de evaluar la calidad de un campo.
Donato nació en Baño del Cura, un paraje de San Juan entre las montañas, y ahí se crió arriando ovejas y vistiendo sus cueros hasta los 14 años, cuando bajó al pueblo y vino a saber entonces lo que era un auto o una mandarina, por mencionar dos cotidianeidades. “Si habré sido zonzo que a la primera mandarina me la comí con cáscara y todo”, ríe Donato, que tiene 90 años aunque deben ser 4 o 5 más, porque el día en que lo anotaron fue caminando hasta el registro civil.
Se casó, formó familia y un día se vino a Mendoza, donde armó una finca en Santa Rosa, en la zona de Los Lotes; ahí tiene casi cuatro hectáreas de viñedos, un poco de chacra y también algunos chanchos, conejos y gallinas. Sumando esa economía, vendiendo y canjeando lo que produce es como pasa el año. Así, cuando necesitó los cerámicos para la casa, los canjeó por dulce de membrillo y aceitunas.
“La manera de trabajar el campo es con toda la familia unida y eso es lo que se está perdiendo. Mis hijos, con 6 años, han juntado granos de los surcos y más tarde, cuando se han podido un tacho, que pesa 20 kilos, han ayudado a acarrear. Nadie se muere por eso, más bien al contrario, se aprende el valor de las cosas”.
Donato no está de acuerdo con las políticas que prohíben el trabajo infantil: “Un chico de 14 años tiene toda la vitalidad para llevar un tacho sobre el hombro y hasta para correr por los surcos si quiere. ¿Cuál es el problema entonces de permitir que se gane unos pesos y de paso, que aprenda lo que es el trabajo?”.
Dice que hoy la gente quiere todo servido y ya mismo: “Es un problema porque muchos se acostumbraron a que les den las cosas en lugar de ganarlas y eso, a la larga, es dañino. El campo no funciona así. Acá hay que sacrificarse y luego esperar los frutos”, piensa un segundo, y agrega: “Pero el gobierno prefiere regalar y no prioriza el trabajo sino otros valores, que vaya uno a saber cuáles son”.
Donato y su esposa tuvieron once hijos, luego vinieron 40 nietos, más tarde llegaron los bisnietos y también los hijos de ellos. Hace tres años enviudó y fue un duro golpe para un hombre acostumbrado a la compañía de su mujer.
“Jamás escuché a mi padre decir una mala palabra. Ésa es la crianza que me ha dado”, dice Oscar (63), cuando uno le pregunta por don Manrique.
Oscar y parte de la familia trabajan la viña todo el año: “Es que los costos no dan para tener un obrero. El año pasado nos quedaron libres 28 mil pesos y con eso hay que tirar todo el año”, suelta sin que suene a queja.
Donato sale al patio, camina junto al horno cerca de los gallineros y así se va arrimando a la viña, donde cada mañana entra con una zapa a quitar algunos yuyos de las cepas.
“La mejor época para el viñatero fue la del gobierno de don Pancho Gabrielli. Eso lo sabe cualquiera. El vino valía y el contratista ganaba bien. Hoy está difícil, todo aumenta menos el precio de la uva”, dice mientras rebusca entre los granos de un racimo y diagnostica: “Mucha lluvia este año y todavía no hay grado para cosechar... Esperemos que no se pudra”.
Vuelve al callejón y completa la idea: “Son tiempos tristes para el campo y, para colmo, no hay incentivo para que la juventud se quede. Fíjese qué mal presagio: tengo 40 nietos y casi ninguno ha querido aprender a podar. Ojalá estemos a tiempo de cambiar”.