Jorge Sosa - Especial para Los Andes
Los maestros han tenido un medio año bastante difícil. Los conflictos de iniciación aún duelen en el recuerdo y los bolsillos, y el famoso “ítem aula” parece haber ganado la partida. No es fácil la tarea, la conozco por sufrimiento de niñez. Mi padre fue maestro rural toda su vida y ya por entonces, cuando mediaba el siglo pasado, su sueldo era más escaso que perfil de galleta.
Pero mi viejo le ponía vocación a lo pobre y seguía cumpliendo con su tarea de maestro con libros en las manos y distancia en los pies.
Muchas veces tienen que andar kilómetros para llegar a sus escuelas y muchas veces, gran parte de esos kilómetros, con su propia tracción. El camino les queda en los pasos o en la actitud generosa de algún conductor que los ve y se apiada de ellos. No hay otra forma, la distancia es parte de todos sus días, son peregrinos del futuro, los encargados de ponerle esperanza a la soledad y al olvido.
Y van, y se quedan, y disfrutan los días entre sus niños a pesar de las inclemencias del tiempo, de los presupuestos y de los gobiernos. Suelen ser amigos del silencio. Uno los mira y le cuesta entender la paz en sus miradas y cierta expresión de “allá hemos aprendido a perdonarlos”.
Cuando estoy cerca de alguno y logro que abra las compuertas de sus recuerdos, me preparo a escuchar, porque si hablan lo que dicen es para no desperdiciar. Sus palabras están impregnadas por una sustancia de vida que es muy difícil conseguir en la ciudad.
Por supuesto el dolor suele invadirlas. Alguno de ellos me contó alguna vez que sus alumnos nunca habían visto un avión en tierra, que la mayoría no conocía la ciudad. Alguna de ellas me confió con ojitos brillantes cómo hacía para proteger a sus pequeños del frío y tantas veces del hambre.
Alguna de ellos me estremeció contándome como sus niños, al no tener bandera la escuela, buscaron tres ramitos de flores, dos celestes y uno blanco, para reemplazarla en lo alto del mástil. Algún día, Iris, maestra en una escuela del secano de Lavalle mientras cargaba su destartalado auto, me dijo: “Me encantaría llevarles, libros, lápices, juguetes, pero tengo que llevarles agua. No puedo dar clases frente a veinte niños con cara de sed”.
Muchos llevan años de “¡Hacer Patria!” (Lo escribo entre comillas, con mayúscula y con signos de admiración porque no basta la expresión por sí sola), pero siguen con la tarea sin pedir recompensa, sin esperar que los medios de comunicación nos acordemos de ellos alguna vez.
Aquí estamos nosotros para vulnerar tanto olvido y a veces tanta indiferencia. Nosotros nos acordamos, aunque sea al pasar, y queremos con esta nota que reciban al menos un agradecimiento, uno solo, en medio de tanta indiferencia.
Son los maestros rurales de nuestra provincia. Están ahora trabajando en lugares en donde a los citadinos no nos gustaría perdernos, en lugares que ni nos imaginamos.
Para muchos culillitos son algo más que “ése o ésa” que los inicia en los números y en las letras, para muchos, tal vez para todos, son su única esperanza. Los maestros rurales están, tal vez en este momento, poniéndole la cara, el cuerpo y el alma a las contingencias que procuran la distancia, la indiferencia y el olvido.
Son un ejemplo de vida. En sus expedientes de empleados públicos aparecen como docentes, sin embargo en los legajos de la vida deberían ser catalogados de ángeles. Perdón por el escaso cielo que le dejamos, pero aun así, por favor, no dejen de volar.