Aparecía de la nada y cuando menos lo esperábamos, podían pasar días y semanas sin volver sin que nadie lo extrañara.
Era enero, recién comenzada la siesta y con un sol que calcinaba hasta las piedras, el pobre y andrajoso Viruta, (nunca nadie me supo explicar el porqué de su apodo), a paso cansino y arrastrando sus viejas alpargatas sobre la sequedad de la terrosa calle hacía su aparición, espantando a los pocos chicos que a esa hora nos animábamos a salir a jugar.
-¡Ahí viene el viejo Viruta!- era el asustado grito de alerta que nos hacía correr hacia nuestras casas; era tal el temor que nos infundía que recién pasada la siesta volvíamos a animarnos a salir. Nunca amenazó a nadie, ni tan siquiera a aquellos que ocultos tras la entreabierta puerta lo insultaban o provocaban arrojándole alguna piedra, sólo se detenía unos minutos y miraba con ojos lastimeros hacia el lugar de donde provenían los ataques y nuevamente volvía a su eterno caminar; sin una queja o amenaza alguna, daba la impresión de estar más allá de las humanas miserias.
Aún lo recuerdo con lástima, su triste figura cubierta con dos o tres sacos formando capa, tanto en invierno como en verano, prendas que alguien le regalaba y que él atesoraba, al igual que un banquero, como si fuese su más preciado tesoro; completaba su atuendo un viejo, sucio y raído pantalón.
Que yo recuerde, casi no tenía rostro, una tupida y desprolija barba y su larga pelambre amalgamada con su gorra de color indefinible cubrían casi totalmente su cara, asomando sólo entre tanto pelo el lastimero mirar de sus llorosos ojos. Apaleado por la vida raras veces oímos su voz, sólo un quedo -“gracias”- al recibir una limosna, la que brotaba grave y cavernosa desde el fondo de su desdentada boca.
Pasaron los años y el viejo Viruta no murió, sólo se diluyó en el tiempo desapareciendo para siempre de la memoria de los que hoy, ya mayores, ni tan siquiera recordamos su andar cansino por el barrio y mucho menos las amenazas de nuestros padres en llamarlo cuando no queríamos comer o ir a dormir la siesta.
Pero como todo hombre tiene su historia, recordando todo aquello que los parroquianos en el bar y las comadres en el almacén decían en voz baja, pude rehacer a medias su pasado.
El destino lo marcó desde el día en que nació, su madre murió durante el parto y de la maternidad a la casa de su abuela. Su padre lo culpó de su tragedia y nunca más quiso saber de él; su infancia no fue feliz, rodó de casa en casa y de tía en tía. Ya adolescente sintiéndose no querido y cansado de escuchar que para su familia sólo era un estorbo que había que soportar, una noche, solo con lo puesto escapó.
No tenía rumbo fijo, pero era tan grande su angustia que sin pensarlo dos veces, al primer tren carguero que encontró trepó, y entre fardos, cajas y paquetes, a Buenos Aires llegó. Vagó y durmió en cuanto rincón encontró, lustró zapatos, bolseó en el puerto y hasta se dice que robó. Creció entre malandras y pordioseros lo que endureció su corazón e hizo de él un solitario.
Pasado unos años y por esas cosas del destino volvió a Mendoza acompañando a un camionero que venía a buscar vino a una bodega de Godoy Cruz (y) para volver con su etílica carga al lugar de donde partió; y fue ahí donde una vez más, la casualidad lo cruzó con la Baldomera, su compañera de primaria y vecina de su barrio, el Tapón de Sevilla, fue cuestión de verse y enredar sus corazones.
Fueron días de nostalgia e irrefrenable pasión. Hoy reían de la casi calva cabeza de su maestra de tercero y mañana, de cuando trepó al techo de la escuela a buscar una pelota y debió pasar toda la noche porque un compañero por broma quitó la escalera y se olvidó de volver a colocarla y recién al otro día la portera sintió sus gritos y lo bajó, de la reprimenda de la directora y de las burlas de sus compañeros.
Pero llegada la noche, la plazoleta Belgrano, aquel pedacito de tierra entre calles Colombia y Amengual, paralela a Necochea y sus dos desvencijados bancos de madera, las dos farolas sin focos y algunas pocas flores entre la chipica de sus descuidados canteros y el adusto gesto del busto del General Belgrano, fueron los únicos testigos de su amor, amor que duró pocos días.
Vaya uno a saber qué hada maligna guiaba sus pasos por la vida que lo hizo caer preso por un asalto ocurrido en Buenos Aires y ser llevado detenido a la gran ciudad. Fueron sólo dos años nomás, y lo que el amor tejió el tiempo destejió, el enamoradizo corazón de la Baldomera rápidamente se consoló y fue otro su dueño y a quien un hijo dio.
Cumplida la pena con urgencia regresó y ya no la pudo encontrar, según le dijeron, al año se casó, y nadie supo decirle a qué nuevo barrio se cambió. Y recién entonces su hada protectora se apiadó de su dolor nublando su mente y haciéndole confundir sus recuerdos y ya nunca más pudo saber quién fue y el porqué de sus desgracias.
El puente ferroviario sobre el Zanjón Frías fue su refugio de linyera donde pasaba días y noches hurgando entre los jirones de su febril memoria, buscando encontrar algunos retazos de su vida cuando era cuerdo, hasta que una inesperada correntada arrastró aguas abajo sus escasas pertenencias junto a los pocos recuerdos que había podido hallar en algún rincón de su cabeza.
Este último accidente lo hizo ser precavido, y partir de la última tormenta, que casi lo deja desnudo, cargaba sobre sí cuanto abrigo le daban cuando salía a deambular en busca de una limosna, sea un saco o un plato de comida que alguien le pudiese dar.
Ojalá un fuerte Zonda se halla apiadado del polvo de sus restos y desparramado por las antes terrosas calles del barrio Tapón de Sevilla donde nació y acabó esta, su triste historia.
* Un viejo escribidor (no escritor) de cuentos y relatos", tal como se define el vecino de Godoy Cruz.