Minutos antes de las 9.53 del lunes 18 de julio de 1994, Ana Weinstein salió de su oficina del segundo piso de la sede de la AMIA. Fue a pedir una computadora al área de técnica de la institución, que estaba en la parte de atrás. La bomba explotó en el frente del edificio. Por eso no murió. Cincuenta años antes, en Polonia, sus padres también se habían salvado, pero del Holocausto. Los Weinstein son entonces dos generaciones de judíos sobrevivientes del odio.
Anita, que ya desde antes del atentado se desempeña como directora del Centro de Documentación sobre Judaísmo Argentino de la AMIA, le concedió una entrevista a Los Andes para recordar esa mañana fría y atroz y el sufrimiento de sus progenitores en la Europa dominada el nazismo.
La conversación fue en su actual despacho de la mutual judía, ubicado a metros del mismo punto del pulmón de manzana del barrio porteño de Balvanera, desde donde hace un cuarto de siglo logró salir a un techo a respirar, entre el polvillo, los escombros y los gritos de horror.
—¿Cómo recuerda ese día?
—Fue un lunes como cualquier otro. Empezaba la semana, se comentaba fútbol, habían empezado las vacaciones de invierno. Yo trabajaba mayormente en una sede de Ayacucho al 600 pero a veces íbamos al edificio de Pasteur. Como ese día. En 1994 se cumplían los cien años de la AMIA, con festejos planificados para todo el año. Al ingresar con mi asistente, Mirta Strier, saludamos a los muchachos de la seguridad, nos cruzamos con el mozo, le hicimos la seña con los dedos para que nos trajera café y subimos al segundo piso, a una oficina que recién nos habían adjudicado porque había habido reformas. Habíamos redactado una carta, firmada por el presidente de la institución, que debía tener 80 copias; como teníamos máquina de escribir, y no podíamos hacer una por una, fui a buscar una computadora, que era la novedad en aquel momento. El área de técnica era en la parte de atrás. Me acerqué a Miguel Salem para preguntarle sobre la computadora. Y entonces sentimos el estruendo.
—¿Cómo fue ese momento?
—Las cosas empezaron a caer de las estanterías, del techo; me paré, daba vueltas, no entendía qué pasaba. Estábamos respirando mal porque el polvillo nos atacaba la garganta y la nariz. Alguien gritó: "¡Tírense al piso!". Cuando bajé pensé que respiraba peor. Ahí pensé en Mirta y enfilé como para ver si llegaba a algún lado y alguien me tomó de la mano y me dijo: "No sigas, no hay piso". Creíamos que había explotado la caldera y que se había caído el andamio de los arreglos que se estaban haciendo. Después con las personas que estábamos ahí encontramos una puerta que decía Salida de emergencia y salir al techo de una institución judía que daba a la calle Uriburu. Les gritábamos a los vecinos que llamaran a los bomberos. ¡Bomberos! No teníamos idea de lo que había pasado. Cuando nos dimos vuelta y miramos para hacia Pasteur, nos dimos cuenta...
—¿Qué vieron?
—Que el edificio todavía se estaba cayendo, escuchábamos gritos; un hombre que gritaba que su mujer estaba trabajando ahí; una señora que decía que su marido estaba en la parte de seguridad, en la puerta, y una chica sentada en el piso con un bebé en brazos, amamantándolo, que la recuerdo con mucha emoción, porque era una conexión de vida... Al salir, el sereno del edificio adonde habíamos salido maravillosamente nos dio dos cosas: agua y un teléfono. Pude hablar con mi marido y decirle que estaba viva.
—¿Cuándo se enteró de que había sido una bomba?
—Cuando llegamos a la calle Pasteur empezamos a gritar: "¡Es una bomba! ¡Otra vez una bomba!". El "otra vez" era por el atentado a la Embajada de Israel. Ahí escuché a una chica decir: "Pero si yo estaba hablando con mi novio, él estaba ahí arreglando el entierro de su abuelo". Habían venido tres nietos de ese abuelo más un amigo de ellos a acordar el sepelio, porque AMIA administra los cementerios. Los cuatro murieron ahí adentro. Y ella seguía a los gritos: "¡Pero si yo estaba hablando con él, me dijo que ya estaba saliendo! ¡¿Dónde está?!".
—¿Qué pasó con sus compañeros de trabajo?
—Miguel Salem se salvó, porque estábamos en el mismo lugar. Mirta no. Los tres muchachos de seguridad de la entrada, víctimas. Marisa Said, recepcionista, una muchachita joven con una sonrisa dulce, víctima. El mozo al que le pedimos el cafecito, víctima. En la parte de sepelios murieron todos, todos... A Norma Lew la encontraron bajo los escombros, pero no a su hijo Agustín.
Medio siglo antes
—¿Cómo fue la experiencia de sus padres?
—Mi mamá y mi papá eran los dos del mismo pueblo, W?odawa, que está al este del río Bug, cerca de las frontera con Bielorrusia y Ucrania. Por lado de mi mamá estaban mi abuela, su hermano y una hermanita de 12 años. La primera entrada que hicieron los nazis en W?odawa fue una razia con los niños. Se llevaron a su hermanita de 12 años. Entonces, ya muchos judíos se iban, se escapaban a la Unión Soviética. El socio de mi abuelo ya fallecido escondió a mi mamá, mi abuela y mi tío en un granero, poniendo en riesgo su vida y la de su familia. Al poco tiempo mi abuela no pudo soportar más ese tipo de vida y anunció que saldría a ver qué pasó con su hija de 12 años. Después, la agarraron y la mandaron a un campo de exterminio. Mi mamá y mi tío siguieron viviendo en ese granero. Muchas veces tuvieron que escuchar cómo los nazis inspeccionaban la casa. Cuando terminó la guerra pudieron volver a la misma casa en que habían vivido antes de la guerra.
—¿Y su padre?
—Estuvo en los bosques, tal vez en algún grupo de combate, no sé si como partisano orgánico pero sí defendiéndose, y cuando terminó la guerra volvió al mismo pueblo. Entonces, mi mamá y mi papá ya estaban juntos. Ella tenía un primo que vivía en Bolivia, adonde se había exiliado en 1939, porque la había visto venir. Cuando se recibieron las listas de sobrevivientes, mi tío se contactó con mi mamá e inmediatamente consiguió las visas, y así es como mi madre y mi padre, ya casados, llegaron a La Paz. Ahí me tuvieron.
—¿Cuándo vinieron a Buenos Aires?
—Muchos años después. La creación del Estado de Israel fue el milagro de los milagros históricos, después de 2000 años de sufrimiento y expulsiones y la Shoá, sin tener adónde ir. Mi madre decía todo el tiempo que cuando yo terminara la secundaria le gustaría que visitara Israel. Eso sucedió. Y yo me quedé a estudiar sociología en Jerusalén. En el ínterin mis padres se vinieron a Buenos Aires, adonde yo fui después a visitarlos. En esa visita conocí a quien se convertiría en mi marido. Y ya me quedé.
—¿Cómo ve el mundo actual, con tanto odio manifestado sin desparpajo en las redes sociales e inclusive líderes políticos, como Jair Bolsonaro o Donald Trump, incitando a la discriminación a minorías de todo tipo, o partidos neonazis que se presentan a elecciones y obtienen porcentajes sorprendentes?
—Con mucha preocupación. Cuando mi mamá me vino a ver por primera vez después del atentado me dijo: "Nunca me imaginé que a una hija mía la tenga que llamar sobreviviente de un ataque antijudío". Ella creyó que después del nazismo la Humanidad no toleraría ni aceptaría ninguna acción como la que significó el Holocausto. Sí hubo aprendizaje. Las Naciones Unidas se crearon a partir de la Shoá. Alemania tiene legislaciones de castigo frente a la más mínima manifestación con sentido antisemita. En la Argentina, Fernando de la Rúa promulgó la ley Antidiscriminación. Y la sociedad también ha cambiado. Vivimos un mundo un poco más consciente, a pesar de todo. Pero a esa conciencia hay que abonarla todos los días. Porque odio hay siempre.