Fabián Galdi - fgaldi@losandes.com.ar
Casi treinta años atrás, en junio de 1985, la Selección de Carlos Bilardo se enfrentaba a un duelo clave en sus aspiraciones de llegar al Mundial de México. En Bogotá, el estadio El Campin era poco menos que una caldera dentro de las tribunas, con un público en su mayoría enfervorizado y agresivo en contra del equipo argentino. Ese partido por las eliminatorias podía inclinar la balanza a favor de quien fuera su ganador, ya que en ese momento el formato era por grupos – no todos contra todos como ahora – y Colombia necesitaba el triunfo para mantener sus expectativas de clasificación.
En el momento en que Diego Maradona fue a lanzar un tiro de esquina, una naranja arrojada desde la popular impactó en su cuerpo. Lejos de sobreactuar la situación, el 10 argentino tomó la fruta y comenzó a hacerla saltar de un pie a otro, luego a sus rodillas y finalmente, ante el estupor de los presentes, la devolvió con un golpe de taco. No existen registros fílmicos del momento, pero hoy día la prensa colombiana evoca que la reacción de la gente fue de estupor y silencio, en tono de admiración.
El viernes de la semana pasada, también en la capital colombiana, pero en el estadio Metropolitano Techo, el Diez volvió a ser el centro de atracción en un juego amistoso denominado "Partido por la Paz", aunque – acosado por los hinchas que invadieron la cancha al final – sintió pánico ante el hecho y reaccionó con desagrado, apartando a los aficionados que intentaban vivarlo, pedirle un autógrafo o sacarse una fotografía.
Maradona es así, sin términos medios. Sus actitudes pendulares tienen que ver - también - con los vaivenes que lo marcaron a pleno, igual que ahora entre su existencia suntuosa en Dubai y sus repentinos giros hacia la izquierda, matizados con los escándalos sentimentales que alimentan a la prensa chimentera como nadie. Guste o no, el gen maradoneano está presente en el ADN argentino.
Y s así como ahora en Colombia o en cualquier otra parte del mundo, desde que quedó consagrado como una figura pública que admite fascinación o rechazo por partes semejantes. Él, en tanto, disfruta de convertirse en el centro de la escena sin medir consecuencias, encajando en lo que especialistas en psicología social denominan podericto, lo cual se traduce en adicción al poder.
Hay una ley del eterno retorno en la existencia de Diego, de ciclos que se repiten sin agotar su propensión revulsiva y que parecen pertenecer al universo de quien convive, en vida, con su propio mito.
De tanto en tanto, tras una meseta de comportamiento socialmente esperable para el paradigma cultural occidental, sobreviene una pateada de tablero que derrumba cualquier teoría apresurada respecto de su adhesión a las normas previsibles.
Es una bomba de tiempo, para algunos acostumbrados a tolerarlo; un enajenado, para otros abonados a demonizarlo; y hasta un transgresor, para el "bobo", esa combinación de burgués-bohemio (bourgeois-boheme) que tan certeramente definieron los franceses y que abarrota los bares argentinos promoviendo revoluciones de café.
A Maradona, cuando le place, le brota el semidios de adentro y es un provocador nato. Hay muchos Diego que conviven en él, pero, quizá, ninguno lo muestra de forma tan transparente como el de la imagen del habano, el tatuaje del Che y la gruesa cadena de oro.
Maradona disfruta, a veces cínicamente, de las críticas de lo que se define como mundo civilizado; él se maneja en el plano del inconsciente y del deseo; se burla de los demás en cada acto consciente: "Yo lo hago, usted lo piensa pero no se anima", parece ser su consigna.
Desde esta óptica, no se avergüenza ni consulta con asesores de imagen qué, cuándo, dónde y cómo decir lo que quiere. Y disfruta del error, exponiendo más de una vez lo más repulsivo de su pensamiento. Son sus amigotes -los de turno- quienes le festejan los chistes; es la desmesura hecha lógica la que guía sus días.
Diego se crea un enemigo, lo idealiza como tal, le clava el aguijón sin invitación previa y sueña con sacarse una foto pisoteando el cadáver.
Gusta de ejercer control, porque así acumula poder; no sorprende, entonces, que sea manipulador. Busca poseer, alimentar su orgullo, es obsesivo por ser el mejor. Y entra en escena con la fuerza de quien no se da lugar para el fracaso.
La vocación por generar antinomias futboleras, propias del imaginario destructivo argentino, suele reaparecer de tanto en tanto cuando se reconocen patrones fácilmente ubicables en un extremo y en el otro. Por eso, Maradona está atrapado en la eterna comparación con Lionel Messi, tanto dentro como fuera del campo de juego.
Una radicalización autóctona y folklórica, con matices propios de una comunidad que compite en idealizar un modelo como perfecto y en estigmatizar a quien represente lo contrario. El bien y el mal, sin término medio. Y menos que menos cometer el sacrilegio de construir un puente que sirva para hallar elementos compatibles entre ambos puntos.
Así, en el imaginario colectivo, mientras de Diego se enfatizan sus méritos en sus brillantes etapas en la Selección y en Nápoli, y se destacan los valores propios del inconformismo y la rebeldía, de Leo – además de su pródiga etapa deportiva - suele destacarse su inserción en un modelo a la medida de la conduca social esperable, más allá de su inestable relación con el fisco español.
Supo explicarlo el sociólogo Eliseo Verón en su momento: "Maradona refleja las creencias y las necesidades colectivas, de los despojados, de los pobres, de los que necesitan creer que Dios está cerca y por eso se identifican con Diego, como antes con Evita".
Hoy día, se entremezclan puntos de vista extremistas en relación a los dos fenómenos futbolísticos mayores que dio la Argentina en medio siglo. Si el uno o el otro, nunca el uno y el otro, es el eje de debate en el inconsciente colectivo de la patria fobalera. Extraordinarios futbolistas, absolutamente fuera de molde, que han nacido en estas tierras, se encuentran atrapados por consignas de todo tipo y calibre a la hora de una toma de opinión. A la pregunta de si es mejor Diego que Messi o La Pulga que Maradona, vale decir que Messi nunca será Maradona y Maradona nunca fue Messi.
El problema, el gran e irresoluble problema, es saber quién ganará esa batalla de lucha de opuestos que Diego libra en su interior, la misma que parece no tener fin.